Rajoy debe creer literalmente la recomendación del adagio popular que reza eso de por la boca muere el pez, o ese otro según el cual en boca cerrada no entran moscas. Si no, no tiene sentido que a estas alturas no haya salido ya de su silencio omnisciente y se haya dignado a explicar al soberano qué coño está pasando en España. En tiempos pretéritos, cuando quienes dictaban los designios de la piel de toro eran reyes o salvapatrias, era de esperar que solo tuvieran a bien dignarse a hablar a la plebe cuando a ellos les salía de sus magnificentes criadillas, y los súbditos a callar y rezar, que para eso estábamos. Algunos parecen no haberse enterado de que España es desde hace algún tiempo una democracia, y que en ella los problemas se resuelven hablando y dando explicaciones, y no gobernando -por mucha mayoría absoluta se tenga- a espaldas del pueblo.Este absolutismo le costará a Rajoy y los suyos algo más que un corte de mangas del ciudadano. No es la primera vez que un gobernante paga el cargo en prenda a su terquedad, ni será el último. El silencio de Rajoy le mantiene en una zona inconsistente en la que todo puede ser a la vez que no ser nada. De esta forma, el Ejecutivo no se pilla las manos, a la espera de que algún dato venturoso pueda por fin ser atribuible, como causa y obra, a su salvífica gobernanza. Mientras tanto, sigue haciéndose el gallego con la ciudadanía, reduciendo su discurso a esa letanía espartana y autocomplaciente del estamos haciendo lo que se debe hacer. Sin embargo, cuando el ciudadano de a pie hace lo que debe hacer, es decir, quejarse, pedir explicaciones, exigir derechos básicos, entonces el Ejecutivo se lleva las manos a la cabeza, tildando a los insurgentes de antipatriotas y alborotadores. Para los conservadores, la sociedad civil debiera estar agradecida por el esfuerzo ímprobo que están haciendo sus gobernantes por sacarles con ingenio y responsabilidad de esta profunda crisis global. Debieran callar, ahorrar energías en buscar trabajo y dejar de manifestarse. Como los soberanos absolutistas, Rajoy y los suyos no entienden cómo el pueblo puede ser tan desagradecido, después de lo que se hace por ellos. Entienden la democracia como una cesión absoluta de poder, no reciclable hasta dentro de cuatro años. Quizá por esta razón no sienta la necesidad de dar explicaciones al desagradecido populacho, ignorante de su suerte y su posición. El gobernante debe gobernar y el gobernado, callar y trabajar. He aquí el primer mandamiento de la biblia conservadora. El silencio de Rajoy -mal que nos pese- suena a incapacidad más que a prudencia. Como decía Rochefoucauld, "el silencio es el partido más seguro para el que desconfía de sí mismo". Rajoy genera más incertidumbre que certezas con su arrogancia silente. Instalado en la recreación de un escenario irreal, en el que cada decisión suya debe pensarse como una estrategia de ajedrez de la que solo podemos salir victoriosos, la pose de Rajoy suena impostada, artificiosa. Fuerza al ciudadano a convertirse en un creyente piadoso.Igualmente, Rubalcaba parece haberse contagiado de este funambulismo político, optando por una oposición edulcorada, en la que en una misma rueda de prensa tan pronto como dice rechazar las decisiones del Ejecutivo, las apoya sin rechistar. No son pocos los socialistas que esperaban de la oposición un mayor compromiso con un proyecto genuinamente progresista contra la crisis, en vez de nadar sin rumbo hacia todas las direcciones, en función del viento que sople ese día. Cuanto más calla Rajoy, más alto y claro debieran hablar los progresistas. La indeterminación de Rubalcaba es puramente estratégica. Como hiciera Rajoy con Zapatero, ahora es Rubalcaba quien merodea el cadáver político de su adversario, a la espera de que muera por inanición. Ramón Besonías Román