Decíale pues y le propongo, cerrar sus ojos, párpados abajo y hacer una profunda exhalación: vacíe su cerebro (cero instinto suicida, es simbólica la cosa), libérese de esos pensamientos que lo atormenta, de los productos que tiene apresados en la aduana, de las carpetas cadivi, de si le aprueban o no la visa gringa; del marido que se fue y del que está por venir (no “porvenir”); de la que no te para ni medio aunque le hagas malabares sin pedir propinas; relájese y olvídese de que ahora se le hará más pelúo vender su carrito usado para comprarse uno de agencia (menos todavía); no piense en la lista de útiles escolares ni en los uniformes, como tampoco debe hacerlo sobre cambiar a su prole de institución (suerte de tormento); elimine por un momento del lóbulo frontal al abusivo del piso de arriba (o de abajo) que coloca reguetón y vallenato todos los días y a cualquier hora, o que repite hasta el hartazgo la cancioncita de Mark Anthony cuyo coro dice “Vivir mi vida, y la-la-la-laaa (la-la-la hostia). En fin, la lista es infinita. Suelte las taras como si estuviera haciendo un ejercicio zen (zen-tado).
¿Sí? ¿Listo, lista? Bueno, así queda la gente cuando ingresa a una escalera mecánica: vacía. Se le borra la memoria, se pierden en el limbo, quedan en otra dimensión y no saben qué hacer, pa’ dónde van. Fíjese en ese detalle, no es mentira. Apenas salen de las escaleras mecánicas se frenan sin importarles la gente que viene detrás —también alelados, obviamente—, creando el efecto bowling en donde los recién salidos son arrollados por los hipnotizados usuarios que vienen escalones arriba, que por razones aún no determinadas en términos científicos, es en ese momento que empiezan a “pensar”, a preguntarse qué hago, a dónde voy, dónde estoy, si me quedo en ese nivel o voy al otro; si es a la feria de comida o a otro local comercial. Un buen consejo es no decirles nada si usted no es afectado por este síndrome y se tropieza con ellos al salir de la escalera, puesto que despertar de sopetón a un alelado es peligroso —como dicen que sucede con los sonámbulos—, ya que puede ser víctima de mentadas de madre, o el clásico “ese no es tu peo”, o “me paro donde me dé la gana”. El curioso y fugaz proceso de contaminación tiene la ventaja que dura poco, tan sólo el trayecto que los lleva de un piso a otro. Algunos especialistas afirman que el contacto con los polímeros con los que fabrican los pasamanos, son los causantes del “Síndrome de la escalera mecánica”, el cual genera un vaciado o lapsus mentis que genera el breve olvido. Tal vez la fugaz contaminación incluya alucinaciones, aún no comprobadas, de ondulantes brazos que salen de los costados de la escalera que pretenden arrancarle a los usuarios partes de su cuerpo o en su defecto —cosa que parece que sí sucede—, los recuerdos, la memoria inmediata y hasta la motricidad, imagen similar a la que se ve en la película de Polanski, “Repulsion”, que intentan atrapar a la espantosa actriz Caterine Deneuve en un angosto pasillo de la casa (la ironía se entiende, supongo).
El “Síndrome de la escalera mecánica” es una afección que nos puede tocar a todos. Cada vez que se suba a una, no se relaje, no; piense, piense mucho, ya que es la única manera de que cuando se baje de ella, tenga claro qué va hacer en su vida y con toda esa caterva de problemas que lleva en sus millonas, sorry, millones de neuronas. Con ello también podrá evitar los improvisados círculos sociales que no consiguen mejor lugar para reunirse que a la salida de la escalera, incomodando y entorpeciendo la libre circulación de las demás personas, estén desconectadas o no. No se detenga inútilmente, no perturbe el libre tránsito de los cuerpos ya que más temprano que tarde, usted podrá ser contagiado por esta rarísima y extraña pandemia, quedando muy mal ante los ojos de los demás y ser arrollado por alguien que sí sabe a dónde va.