El sonido de aquellas teclas

Publicado el 29 junio 2011 por Martikka
Más abajo encontraréis un artículo de Pérez Reverte sobre las viejas máquinas de escribir. Yo tuve la primera con más o menos 10 años: era blanca y roja, de plástico resistente, para niños, y tras pelearme con las teclas QWERTY y POIUY mientras aprendía a colocar los dedos, me ayudó a pasar a limpio mis primeras historias (que luego deseché). Luego tuve otra mejor y de ahí a mi primer ordenador al cumplir los 18 (un 386 con 16 kb de memoria ¡ahí es nada!). A partir de ahí ya nunca he escrito a mano, pues necesito la rapidez del teclado para dar forma a los pensamientos, pero siempre me han atraído las viejas máquinas Underwood.
A veces veo alguna en algún mercadillo y pienso en quién escribió ahí, qué cartas teclearon esas teclas redondas y negras, o qué historias tomaron forma en su carro de cinta roja y negra... La Underwood fue usada por Hemingway, por Faulkner, por Mark Twain, quienes tuvieron que corregir, que reescribir sin poder usar la tecla de retroceso, quienes teclearon con energía una y otra vez para después tener que hacer copias al carbón para entregar a sus editores...
Existe una anécdota de Mark Twain mientras usaba el nuevo modelo Sholes & Gidden de 1874 fabricado por E.Remington & Sons en Ilion, Nueva York:
Aquel año, Twain mecanografió una carta en la que declaraba: “Estoy tratando de acomodarme a esta recién nacida máquina de escribir, pero no estoy teniendo mucho éxito. Sin embargo, este es mi primer intento y no obstante noto que pronto alcanzaré cierta facilidad en su uso”. Pero unos meses más tarde, cuando la empresa Remington intentó convencerlo para que promocionara su producto, el entusiasmo de Twain había mermado radicalmente: había dejado de usarla y declaró que la máquina le “daba ganas de blasfemar”.

Con ganas de blasfemar o no, lo cierto es que las máquinas de escribir aún conservan intacto ese aire añejo de las cosas auténticas.

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El sonido de aquellas teclas, por Arturo Pérez Reverte
La semana pasada mencioné las viejas máquinas de escribir. Dije que conservaba dos en casa, aunque en realidad son tres. La tercera es una antigua Underwood con la que no escribí nunca, aunque se encuentra en perfecto estado; y las otras, dos recias y fieles Olivetti: la Línea 98 y la portátil Lettera 32. A éstas les tengo especial afecto por razones distintas. Con una escribí, tachando con las letras x y w y corrigiendo a mano cada folio, mis tres primeras novelas. La otra conserva su funda original, en la que hay dos viejas pegatinas: una con el nombre del diario Pueblo y otra con la frase I love Beirut, confesión pintoresca si consideramos que la pegué allí durante la batalla de los hoteles de 1976. Y esa abollada carcasa, que protegió la máquina en viajes y sobresaltos diversos, tiene en la parte interior, escrita a bolígrafo, una frase que resume los veintiún años que anduve como reportero dicharachero de Barrio Sésamo: Todos los días puede conmemorarse el aniversario de alguna barbaridad.
Acabo de enterarme de que la empresa Godrej & Boyce, de Bombay, última fabricante de máquinas de escribir, ha cerrado porque hasta los parias de la tierra teclean ya con ordenata. Lo siento por mi hermano de tinta Javier Marías, único escritor entre los que conozco que permanece fiel a su vieja Olivetti, Olympia o la que sea -no recuerdo la marca ni puedo telefonear para preguntarle por ella, porque el rey de Redonda es poco madrugador y a estas horas está frito-. El caso, como digo, es que el tañido funeral de esa campana deja a Javier en desamparo técnico ante su vicio solitario. Si antes le costaba encontrar quién reparase el viejo cacharro o conseguir recambios de cinta, a partir de ahora le resultará imposible, o casi. De manera que esta página me sirve para acompañarlo en el sentimiento.
También sirve para recordar, con un punto de melancolía, rostros y situaciones unidos al tableteo de las máquinas de escribir. Redacciones de diarios de cuando un periodista todavía se ciscaba en lo políticamente correcto, los redactores jefes no eran robots mingafrías sino interesantes cruces genéticos entre perro de presa, padre confesor, tahúr cínico y madame de burdel; y los periodistas, desde el curtido veterano al osado cachorrillo que heredaba su olfato y maneras, éramos una banda de piratas descreídos, puteros, burlangas, rápidos de ojo y de tecla: desalmados capaces de prostituir a nuestras hermanas o novias con tal de firmar en primera página, siempre a caballo entre el mundo de afuera y aquellas fascinantes redacciones llenas de humo de tabaco, con tazas de café manchando las mesas y botellas de whisky en los cajones, junto al repiqueteo constante de los télex y el tacatatatactac de docenas de dedos febriles golpeando recias máquinas de escribir; duros artefactos sonoros en los que se tecleaba con furia, pasión, rencor, ilusión, ansia de revancha, de aventura, fama, gloria o dinero, en redacciones frecuentadas por los mejores periodistas del mundo: fascinantes escuelas de oficio y de vida donde, cuando repicaba un teléfono a las dos de la madrugada, en plena timba donde algunos se jugaban la nómina cobrada esa misma tarde, cuando ya sólo se oía el tecleo de la máquina de escribir del crítico teatral -Alfredo Marquerie era el nuestro- que acababa de llegar del café Gijón tras cubrir un estreno, asomaba la cabeza por la puerta de su mampara un redactor jefe para decir: «No cojáis el teléfono, ********* que puede ser una noticia».
Todo acaba, o cambia. Es natural. El sonido suave y monótono de las teclas de ordenador simboliza lo que es ahora el mundo de escritores y periodistas. Más cómodo, sin duda. Escribes, corriges, imprimes. Ganas tiempo y eficacia. Pero oigan: fui furcia antes que monja, y les aseguro que ningún teclado moderno transmitirá nunca la sensación perfecta del ruido de una máquina de escribir en sintonía con tu estado de ánimo, las ideas fluyendo violentas de la cabeza a los dedos, la pasión de contar una historia, real o imaginada, en el tableteo casi musical de un artefacto que vibraba con mecánica perfecta, lo mismo en redacciones ruidosas que en solitarias habitaciones de hotel, en el resguardo de una trinchera o una casa en ruinas, bajo el neón de un techo o a la luz de una linterna. Con aquellos timbrazos del carro al acabar cada línea y el sonido de los tipos metálicos al golpear cinta y papel, formando palabras, frases, historias del mundo que en otro tiempo pateamos y conocimos, escritas en treinta líneas y sesenta y cuatro espacios el folio.