Vive pendiente del sonido de una puerta. Pegada a la jamba como un limaco fosilizado, pasa la vida, con su recolección de hieles y dichas temporales, encaramada tras un zaguán de espionaje. Recolecta en su memoria los crujidos, gañidos y chirridos misteriosos de la madera ajada para contabilizarlos y guardarlos en una urna de reproches y animosidad.
Amargada y acerba, su rostro cetrino y cenceño se afea y consume por la ausencia de alegrías y risas, mientras pergeña maldades e insidias contra su vecino contiguo, que refulge feliz como un trono de constelaciones.
Amalia se anubla y obceca en el empeño de sus recalcitrantes obstinaciones, se olvida de vivir, pendiente del sonido de una puerta que se abre y se cierra. Deja su vida aparcada para convertirse en polizón de lo ajeno. Su marido la anhela y espera, cobijado en la remembranza de épocas pretéritas preñadas de arrumacos y atenciones. Arrumbado en un rincón señero y umbrío como un arpa desafinada, observa a su esposa, trasunto de centinela y vigía de los avatares de su vecino, que canta, ríe, sueña y renace cada día, mientras su esposa fenece en una tumba de amargor y descontento. El sonido de una puerta es cuanto precisa para emprender una cruzada demente de acoso y asechanzas. Inventa, falsea, fantasea y tergiversa sobre la vida de su vecino, mientras la suya queda depositada como un detrito prehistórico en el lecho subterráneo del arcón de las horas malgastadas.