Como un niño con zapatos nuevos llegaba ayer Pablo Iglesias a recoger su acta de diputado. Ya le vimos feliz al sentarse en el escaño asignado para el presidente del Gobierno durante la pasada jornada de puertas abierta en el Congreso de los Diputados. Como un ciudadano más él quería la foto en el sitio del que manda. Pero del que manda de verdad por qué a él, por el momento, solo le queda la posibilidad de enredar dejando que sus huestes se diviertan tocando las narices al prójimo.
Iglesias se sabe importante en un país que él mismo se ha preocupado de desmembrar hasta el punto que, alguien que va en contra del sistema y cuyos colegas abogan por la desobediencia, pronto se sentará donde se hacen las leyes. En su condición de diputado electo Iglesias cumplió sin rechistar con todos los trámites que cuando frecuentaba las plazas aborrecía, y sin poderse quitar la sonrisa de los labios, se echó a las calles que le vieron nacer políticamente pertrechado con la cartera que el Congreso le entregó por si algún día encuentra algo más que utopías para llenarla.
Pero Pablo vive su sueño. Un sueño en el que se ve sentado en aquel sillón azul en el que se fotografió en la celebración del Día de la Constitución. Un sueño en el que todo el hemiciclo peina rastas y porta las mochilas con las que, en su infantil ensoñación de la víspera de Reyes, prometió dotar a los diputados dentro de cuatro años. La verdad es que me gusta Pablo. El busca sus propias ilusiones sin necesidad de jorobar las de los demás. Seguramente porque ni Luisa ni Javier, como él mismo se refiere a sus padres, le llevaron a esa suerte de carnaval en el que los ayuntamientos de su formación han convertido la Navidad.
Sigue soñando Pablo, que cuando te des cuenta de lo que pesa esa mochila que prometes verás como añoras corretear por el Cerro del Tío Pío pensando en llegar a ser en lo que te has convertido.
Foto: Calvin Smith bajo licencia CC BY 2.0