En ocasiones (creo que fue Unamuno quien lo dijo) se escribe para pensar. Mano y cerebro se ponen a trabajar de consuno para que las ideas o los recuerdos (que son piezas de un enigmático puzle que espera ordenación) se articulen. A veces, se trata de caminar, como en un sistema ensayístico o filosófico; a veces, se trata de excavar, como en las autobiografías. He tenido también esa sensación, mientras avanzaba por las páginas de El sueño de los vencejos, de Antonio Moreno, editado por el exquisito sello Newcastle. Creo que los mejores libros de memorias (y éste formaría parte del grupo) se redactan para entenderse a uno mismo y para entender a las personas que, con su presencia o su ausencia, se convirtieron en el paisaje humano que nos rodeó durante nuestro ayer.Es verdad que Antonio Moreno nos habla aquí de su infancia en el extrarradio de la ciudad de Alicante (y de su estancia ocasional en Murcia); de la mala relación que sus padres fueron desarrollando con el paso del tiempo; de la estilográfica que robó en el colegio (y que le supuso una bajada en su nota de religión); de los cortes de pelo que le infligía su madre, ayudada con un peine con cuchilla; de la traumática extirpación de sus anginas; de las aficiones ictiológicas de su hermano José Ramón (que ahora es María José); del extraño baile, casi sagrado, que ejecutó la madre de su amigo Ricardo sobre una mesa, tras una celebración; del aturdimiento desasosegante que experimentó mientras observaba a dos jóvenes con síndrome de Down, que no hablaban; de las partidas de ajedrez que jugaba con su padre; de viejas fotografías, que se añaden al final del tomo como anexo.Todo eso es real, y constituye una materia narrativa de primer orden (la prosa de Antonio Moreno es delicada, honda y admirable); pero la auténtica verdad de este libro hay que buscarla, en mi opinión, mucho más adentro. No presenciamos aquí un simple viaje por calendarios leídos al revés o una infantil acumulación de rencores y heridas. Ni mucho menos. Una vez, le escuché decir a Juan Espinosa que se quedó con las ganas de preguntarle a su padre, el escritor Miguel Espinosa, una cosa muy sencilla: “¿Y tú quién eres?”. Quizá ahí se encuentre una posible clave de esta obra: ordenar el ayer puede convertirse en una forma de comprender a quienes nos rodearon entonces. Quién era en verdad tu padre. Quién era tu madre. Quiénes, los familiares que estuvieron cerca y que ahora flotan en la nada. Quiénes, los amigos cuyos rasgos y nombres se recuerdan, pero de cuya actualidad lo ignoramos todo. Somos porque fuimos. Y desandar el camino (al modo carpentieriano) en busca de la semilla puede empapar de luz nuestro corazón. O de calma nuestro espíritu.
En ocasiones (creo que fue Unamuno quien lo dijo) se escribe para pensar. Mano y cerebro se ponen a trabajar de consuno para que las ideas o los recuerdos (que son piezas de un enigmático puzle que espera ordenación) se articulen. A veces, se trata de caminar, como en un sistema ensayístico o filosófico; a veces, se trata de excavar, como en las autobiografías. He tenido también esa sensación, mientras avanzaba por las páginas de El sueño de los vencejos, de Antonio Moreno, editado por el exquisito sello Newcastle. Creo que los mejores libros de memorias (y éste formaría parte del grupo) se redactan para entenderse a uno mismo y para entender a las personas que, con su presencia o su ausencia, se convirtieron en el paisaje humano que nos rodeó durante nuestro ayer.Es verdad que Antonio Moreno nos habla aquí de su infancia en el extrarradio de la ciudad de Alicante (y de su estancia ocasional en Murcia); de la mala relación que sus padres fueron desarrollando con el paso del tiempo; de la estilográfica que robó en el colegio (y que le supuso una bajada en su nota de religión); de los cortes de pelo que le infligía su madre, ayudada con un peine con cuchilla; de la traumática extirpación de sus anginas; de las aficiones ictiológicas de su hermano José Ramón (que ahora es María José); del extraño baile, casi sagrado, que ejecutó la madre de su amigo Ricardo sobre una mesa, tras una celebración; del aturdimiento desasosegante que experimentó mientras observaba a dos jóvenes con síndrome de Down, que no hablaban; de las partidas de ajedrez que jugaba con su padre; de viejas fotografías, que se añaden al final del tomo como anexo.Todo eso es real, y constituye una materia narrativa de primer orden (la prosa de Antonio Moreno es delicada, honda y admirable); pero la auténtica verdad de este libro hay que buscarla, en mi opinión, mucho más adentro. No presenciamos aquí un simple viaje por calendarios leídos al revés o una infantil acumulación de rencores y heridas. Ni mucho menos. Una vez, le escuché decir a Juan Espinosa que se quedó con las ganas de preguntarle a su padre, el escritor Miguel Espinosa, una cosa muy sencilla: “¿Y tú quién eres?”. Quizá ahí se encuentre una posible clave de esta obra: ordenar el ayer puede convertirse en una forma de comprender a quienes nos rodearon entonces. Quién era en verdad tu padre. Quién era tu madre. Quiénes, los familiares que estuvieron cerca y que ahora flotan en la nada. Quiénes, los amigos cuyos rasgos y nombres se recuerdan, pero de cuya actualidad lo ignoramos todo. Somos porque fuimos. Y desandar el camino (al modo carpentieriano) en busca de la semilla puede empapar de luz nuestro corazón. O de calma nuestro espíritu.