Mario Vargas Llosa.
El sueño del celta.
Alfaguara. Madrid, 2010.
En la justificación del Nobel otorgado a Vargas Llosa, decía la Academia Sueca que el premio se le concedía al novelista peruano por “su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota.”
Y eso es en gran medida El sueño del celta, la novela que Vargas Llosa publica en Alfaguara sobre la figura del diplomático irlandés Roger Casement (1864-1916), que denunció la violencia criminal de la colonización belga del Congo y el régimen terrorista y genocida que implantó allí la católica majestad del rey Leopoldo II.
No hace muchos meses que Ediciones del viento editó en el volumen La tragedia del Congo el largo y demoledor informe que Casement escribió en su particular viaje al corazón de las tinieblas cuando era cónsul británico. Apareció en 1903 con el título The Congo Report y ha sido la base documental de parte de la novela de Vargas Llosa.
Porque la otra parte se centra en un informe de Casement sobre la Amazonía peruana, el Informe sobre el Putumayo, que asume las denuncias del periodista Benjamín Saldaña y describe pormenorizadamente las brutalidades que los comerciantes de caucho cometían sobre los indígenas:
-¿Alguna vez tuvo usted que matar indios en el ejercicio de sus funciones? Roger vio que los ojos del barbadense lo miraban, se escabullían y volvían a mirarlo.
-Formaba parte del trabajo -admitió, encogiendo los hombros. (...)
-¿Me diría cuánta gente tuvo usted que matar, señor Thomas?
-Nunca llevé la cuenta -repuso Eponim con prontitud-. Hacía el trabajo que tenía que hacer y procuraba pasar la página. Yo cumplí.
Roger Casement fue la conciencia ética que denunció los excesos del colonialismo, la explotación masiva de las materias primas y el exterminio, las mutilaciones y las torturas sobre la población autóctona que se resistía al trabajo extenuante del esclavo. Y esas denuncias las hizo tras conocer de primera mano aquellos excesos, porque Casement -como Conrad, a quien le abrió los ojos- creyó ingenuamente durante muchos años en la labor civilizadora de las potencias occidentales, que decían llevar a aquellos territorios la religión, la ley y la justicia y no el saqueo, el expolio y el exterminio.
Como Conrad, Casement fue un idealista que no se dio cuenta de que Stanley era un tipo siniestro, un mercenario al servicio del horror, la codicia y el terrorismo de estado, y no un intrépido explorador:
Años después, en la duermevela visionaria de la fiebre, se ruborizaba pensando en lo ciego que había sido. Ni siquiera se daba bien cuenta, al principio, de la razón de ser de aquella expedición encabezada por Stanley y financiada por el rey de los belgas, a quien, por supuesto, entonces consideraba -como Europa, como Occidente, como el mundo- el gran monarca humanitario, empeñado en acabar con esas lacras que eran la esclavitud y la antropofagia y en liberar a las tribus del paganismo y las servidumbres que las mantenían en estado feral.
Aquel viaje de cien días por el Congo cambió la vida, el carácter y la mentalidad de Casement, que, en una nueva travesía que se inicia en Canarias en enero de 1913, acabó militando en su lúcida madurez en los movimientos independentistas irlandeses y conspirando desde Alemania contra el gobierno de Londres.
Hasta ahí la ejemplar figura pública que es el centro de El sueño del celta. Porque Casement se complicó la vida -o se la complicaron- con unos diarios íntimos de dudosa autenticidad en los que proyectaba una serie de fantasías con las que daba cauce a su homosexualidad. Falsos o no, escritos por él o fabricados por sus enemigos, el hecho es que esos Diarios Negros le desacreditaron ante la opinión pública y dañaron irreversiblemente su fama.
—Cómo pudo ser tan insensato, hombre de Dios, le reprocha el pasante de abogado cuando le visita en prisión.
Organizado en tres partes (El Congo, La Amazonía e Irlanda) y un epílogo, El sueño del celta es un acercamiento a la figura de Casement en su doble dimensión, pública y privada. A lo largo de la novela, Vargas Llosa explora esa dimensión contradictoria de la figura poliédrica que lo protagoniza. Detrás de las denuncias de un Casement intachable que elabora informes en los que deja el testimonio de sus travesías por el horror y denuncia la potencia devastadora del colonialismo o lucha por la independencia de Irlanda, hay un Casement secreto, el que aparece en esos diarios dudosos que aniquilaron su prestigio.
Y así cobra todo su sentido la cita de José Enrique Rodó que abre la novela como una clave: Cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno, sino muchos. Y estas personalidades sucesivas, que emergen las unas de las otras, suelen ofrecer entre sí los más raros y asombrosos contrastes.
El sueño del celta mantiene un balance constante entre el documento histórico y la imaginación narrativa, entre lo público y lo privado, entre el presente del personaje que espera en 1916 en una celda londinense la conmutación de la pena capital y el pasado en el que recuerda su experiencia del horror en el Congo y en la Amazonía.
Porque los mapas continentales de la maldad son semejantes, a pesar de las distancias y pueden ser descritos, silenciados o tergiversados por los historiadores, pero la personalidad de un hombre tiene siempre inaccesibles zonas de sombra que sólo puede iluminar la reconstrucción imaginativa de la novela por medio de una técnica narrativa tan poderosa y eficaz como la que despliega Vargas Llosa.
Y así El sueño del celta, además de un recorrido por ese mapa del terror que figura ensangrentado en la portada, es un viaje al interior del personaje, una incursión en las zonas más oscuras y secretas del Casement privado, del personaje terminal sometido a la degradación física de la suciedad y a la humillación moral por parte de los carceleros en el oscuro interior de la prisión de Brixton, lleno de piojos y pulgas, previa a la última humillación en forma de exploración anal tras su ejecución en la horca.
Con ese viaje al interior –de la celda y del personaje encerrado en ella- comienza significativamente la novela:
Cuando abrieron la puerta de la celda, con el chorro de luz y un golpe de viento entró también el ruido de la calle que los muros de piedra apagaban y Roger se despertó, asustado. Pestañeando, confuso todavía, luchando por serenarse, divisó, recostada en el vano de la puerta, la silueta del sheriff. Su cara flácida, de rubios bigotes y ojillos maledicentes, lo contemplaba con la antipatía que nunca había tratado de disimular. He aquí alguien que sufriría si el Gobierno inglés le concedía el pedido de clemencia.
Santos Domínguez