El sueño se hizo realidad (george best ii)

Por Insane Mclero @insanemclero

Como Best se consagró como la leyenda del Manchester United

-Mark, Mark...Despierta. Corre hijo, hay que prepararse. Debemos marcharnos en unas horas.

Esas son las primeras palabras que escuché aquel lejano ya, 29 de mayo de 1968. Era la voz de mi padre que se entrometía sin permiso en mi sueño profundo. El hombre intentaba despertarme insistiendo paciéntemente ante mis ruegos suplicando unos minutos más de prorroga en mi partido nocturno. Cuando conseguí abrir los párpados ví su rostro cansado y sus ojeras más visibles de lo habitual. Solo los nervios por nuestro Manchester United podían alterar su somnolencia. Pronto fui consciente de que había llegado el día de la gran final de la Copa de Europa en la que nuestro equipo se enfrentaba al temido Benfica de Lisboa.

Rápidamente comencé a prepararme. Tras acicalarme y desayunar, volví a mi cuarto para prepararme para el viaje. La pequeña habitación era austera, a mis 12 años lo único que me importaba de verdad era el futbol y en especial, George Best. Mi ídolo estaba presente por todos los rincones en forma de recortes de periódicos y revistas. Todos ellos formaban en las paredes un collage que solía contemplar, acurrucado en mi cama, mientras soñaba que algún día yo podría ser como él. Tristemente, mis pensamientos se desvanecían en cuando las sábanas dejaban entrever mi pierna atrofiada por la polio. Yo nunca podría ser futbolista y mis robustas muletas de madera me recordaban, constantemente, tal injusticia. Eso, en mi mentalidad de niño, suponía una frustración que me atormentaba cada vez que veía a los niños del barrio correr por las calles pateando frenéticamente un balón. Deseaba correr con ellos y jugar al fútbol todas las tardes hasta el anochecer, durante todos los días de mi vida.

Antes de marchar me despedí de mi madre. Ella estaba nerviosa, no paraba de decirle a mi padre que tuviéramos cuidado con los aficionados portugueses. Sabía, por una prima suya en Estados Unidos, que en el último amistoso jugado contra el Benfica en Los Ángeles se habían producido muchos disturbios en la grada. Mi padre intentó tranquilizarla sin éxito, le explicó que esta vez el partido sería en Wembley y que, seguramente, todo el mundo sería del Manchester United. Finalmente desistió en su empeño y juntos atravesamos la puerta de casa. Mientras lo hacíamos me detuve y comprobé mi bolsillo derecho del pantalón. Mi cromo de Best seguía ahí, su estampa arrodillada ante la grada de Old Trafford era mi amuleto en el día a día, mi puerta portátil a mi mundo en donde yo marcaba goles y regateaba a rivales siendo una estrella futbolística como él.

Cuando llegamos al mítico estadio de Wembley un río de aficionados del ''United'' inundaba los aledaños del campo. Mi padre no engañó a mi madre. Tenía razón cuando afirmaba que no habría casi portugueses en la grada. Ese día iba a ser nuestro día y eso se respiraba en el ambiente. Entre la multitud destacaban los vendedores de carracas y trompetines haciendo las delicias de los aficionados más pequeños. Un grupo de chavales, un poco más mayores que yo, alzaban pancartas animando a nuestros jugadores y al equipo. Uno de ellos pasó muy cerca mío, tanto, que se tropezó con una de mis muletas haciéndome perder el equilibrio. Rápidamente mi padre consiguió sujetarme justo antes de impactar contra el suelo. Cuando me repuse y alcé la vista vi la pancarta que llevaba. La figura de George Best, grabada en la tela, me miró fijamente como una aparición divina que me indicaba que ese día iba a ser su día y el día de todos nosotros.

El partido comenzó y durante la primera mitad del encuentro los dos equipos se tantearon mutuamente como dos boxeadores esperando el gancho rival. La calidad de los dos equipos dejó paso a la tosquedad en el campo. Best no entró mucho en el juego durante los primeros 45 minutos y eso me preocupaba. Sabía que nuestras posibilidades de victoria pasaban por sus piernas desgarbadas y sus eléctricos movimientos. Tampoco Charlton, el ídolo de la mayoría de mis amigos, conseguía generar ocasiones claras de gol y los nervios comenzaron a hacerse presente entre los aficionados que rodeaban nuestras localidades. Cuando el árbitro pitó el final del primer tiempo nadie lo tenía claro, todos temíamos a ese jugador llamado Eusebio que maravillaba a Europa entera con su exquisita calidad y su excelente golpeo de balón.

La segunda mitad comenzó mejor, los equipos se abrieron más y los jugadores fueron perdiendo el miedo inicial a errar en semejante cita. Los nuestros combinaron por primera vez en el partido y las ocasiones de unos y otros se hicieron presentes acompañados con los habituales ¡ui! de los aficionados. Best también mejoró su juego participando con sus clásicos desbordes por la banda. En el minuto 54 se desató la locura. Charlton remató con la cabeza un balón imposible en la frontal del área mandando el esférico dentro de la red para delirio de todos nosotros. La alegría duro poco. A los pocos minutos, tras un error de marca de nuestra defensa, Jaime Graça consiguió igualar el marcador. Nada estaba claro y los nuestros se deshincharon tras el gol rival. La grada enmudeció y el partido volvió a los derroteros del inicio. Miedos e imprecisiones en un césped alto que a medida que corrían los minutos provocaban la fatiga de los futbolistas. En los últimos minutos el miedo se apoderó de todos cuando Eusebio se plantó solo ante nuestro portero Alex Stepney. Por suerte el bueno de Alex consiguió desviar el remate del portugués con el pecho. La parada nos permitió aferrarnos a un hilo de esperanza. Todos esperamos a una prórroga que se vislumbraba como una nueva oportunidad para remediar la situación.

Fue al inició la prórroga cuando me acordé de mi amuleto, de mi cromo que seguía en el bolsillo esperando ser utilizado. Metí la mano y lo toqué pidiendo por favor un gol mientras cerraba con fuerza los ojos para que la energía fluyera mejor entre mis dedos. Con un susurro supliqué que Best cambiara la situación y nos llevara a levantar la copa para asombro de todo el mundo.

Cuando abrí los ojos ahí estaba, vestido con camiseta azul y pantalón del mismo color. Un numero 7 cubría mi espalda y me encontraba en el medio de campo esperando el saque de Stepney desde portería. Cuando se produjo, el balón subió alto y me adelante un poco, desde la banda, en terreno rival esperando el remate de alguno de mis compañeros. De repente tras un pase de cabeza de uno de los nuestros me llegó el balón y con un toque sutil me deshice del rival que me cubría plantándome, así, solo ante el portero. Mis piernas fuertes y estilizadas me permitieron quebrar en ese momento al cancerbero y con un toque sutil meter el Gol. Gol que nos hacía campeones. Gol que hundía al Benfica y nos llevaba por primera vez a la gloria. Gol que había deseado meter toda mi vida.

Cuando recobré el sentido ya no me molestó mi pierna ni las muletas ya que, por un momento, la fortuna me había permitido ser futbolista. Había podido olvidar la polio y las muletas. La limitación para desplazarme se había esfumado pudiendo correr, driblar y chutar como los demás niños. Nunca antes me había sentido tan fuerte y tan vivo hasta que, por un instante, me sentí George Best.