El panorama es desolador y angustioso, pero sobre todo cansino y desesperante. El fantasma de unas terceras elecciones se agranda, a medida que los ciudadanos comprueban que sus políticos nunca aprenden y siguen empeñados en sus egoísmos, bajezas y falta de generosidad ante España y la ciudadanía.
La sociedad se llena de decepción y desconfianza, mientras pierde fe en sus dirigentes y en el futuro. La política se hace odiosa y algunos se niegan a hablar de asuntos políticos en público porque empieza a considerarse de mal gusto. España parece cada día más un país bendecido por Dios por su clima y belleza, pero castigado por una clase dirigente repulsiva.
La realidad se empeña en demostrar a diario que lo que el país necesita es una regeneración profunda, sobre todo en la política, pero ese mensaje no lo perciben los partidos políticos y sus dirigentes, enfermos y degradados hasta sufrir torpeza aguda y aislamiento crónico. Los escándalos de corrupción siguen ocupando las portadas de los medios y los telediarios siguen pareciendo catálogos de crímenes, abusos y maldades.
Los políticos, pertinaces en la miseria, no hablan de regeneración, ni de disminuir el tamaño insoportable del Estado, ni de impuestos abusivos, ni de endeudamiento escalofriante, ni de la corrupción que carcome las entrañas del país, ni de la injusta distribución de la riqueza, ni de la inflación de injusticias que destruye la sociedad, ni de la falta de ilusión colectiva, ni del avance imparable de la disgregación, ni del desempleo y la inmensa carga de dolor que genera, ni de otros muchos males que se hacen endémicos porque nadie los combate o ataja.
Los miserables que gestionan el poder, bien custodiados y ayudados por periodistas mentirosos, jueces domesticados y policías con alma de perros de presa, no saben o no quieren ponerse de acuerdo para afrontar los dramas y carencias de esta España martirizada por sus clases poderosas, que, inexplicablemente, sigue votando a sus verdugos cada vez que se abren las urnas, en lugar de echarlos a patadas del poder y las instituciones, por inútiles y dañinos.
Francisco Rubiales