Este cuento, ambientado en la nouvelle El emperador, participó en un concurso el año pasado, pero no tuvo suerte. Ahora está buscando el amor de algún lector.
—¿Y si tratáramos de…?
—No, Klara, ya te dije que no es posible —Maja se recostó en el viejo sillón y suspiró— y aunque lo fuera, tú no estás lista.
Klara frunció los labios e hizo un puño con ambas manos, aunque se guardó de esconderlas bajo el abrigo.
—¿Cuánto tiempo más vamos a esperar? Me uní a ti porque dijiste que íbamos a matarlo.
—Te uniste a mí porque te morías de hambre —Maja hizo una seña que abarcaba todo el cuerpo de la joven— y en ese aspecto te va bastante bien.
Klara dio una patada al suelo y murmuró por lo bajo.
—Si quedé en la pobreza fue porque él asesinó a toda mi familia, nadie sabe que sigo viva —desvió la mirada—, a nadie le importa.
Maja se levantó y se acercó a la joven. Apoyó las manos sobre sus hombros e hizo una ligera presión para que levantara la vista.
—A mí sí me importa, por eso te digo que no estás preparada —sonrió con tristeza—. En cierta forma, me haces acordar a mí cuando tenía tu edad, tal vez por eso me acerqué a ti.
—No podemos esperar más —Klara apretó las mandíbulas—, faltan tres días para la coronación.
—Él lo planeó durante décadas, no debes subestimarlo, ese fue mi error.
—No el mío.
—¡Lo estás cometiendo ahora! —levantó la mano, pero luego la bajó con un resoplido—. ¿Es que no te das cuenta?
Klara se cruzó de brazos.
—¿Me puedo ir?
Maja la contempló durante un momento y después se dejó caer en el sillón.
—Vete —dijo si mirarla.
La joven salió de la habitación con un portazo. Poco después caminaba por las angostas calles de la parte más pobre de la ciudad. En una de las vueltas, vislumbró el castillo: enorme, a lo lejos. Acaparaba el horizonte, como si no hubiera otro lugar al cual llegar. Klara lo miró intensamente, ya había tomado su decisión.
«Ojalá Maja me hubiera secundado —pensó—, pero ella está equivocada, hay que intentarlo y yo soy la persona indicada.»
Dobló a la izquierda y se encaminó hacia la vieja iglesia abandonada, la torre todavía era accesible para quien supiera llegar a ella. Haciendo caso omiso al frío, dispuso todos los elementos necesarios y comenzó con el hechizo.
La noche transcurría con tranquilidad en la ciudad. La mayoría de la gente había ido a dormir, los pocos que aún estaban despiertos trabajaban en el castillo, especialmente como criados de Rasmus. El futuro emperador dormía muy poco y tenía costumbres extrañas: a esas horas estaba tomando un baño.
Los criados lo oyeron reír a carcajadas, pero aquello no era raro en él. Ninguno se acercaba a menos que lo llamara y mucho menos intentaba tocarlo. Aguardaron con la mirada baja.
Rasmus terminó poco después e hizo señas a los criados para que le alcanzaran la ropa y se llevaran la tina de baño. El talismán que colgaba de su cuello brillaba suavemente, Rasmus se reconfortó en su tibieza un instante y luego comenzó a vestirse. Cuando terminó, en vez de relajarse en su habitación, salió a recorrer el castillo. Los pasillos estaban casi vacíos, excepto por los guardias. Rasmus sonrió para sí, sabía que eran casi innecesarios, pero debía proyectar una imagen, una que alentara a los posibles traidores y así acabar con ellos con más rapidez.
En uno de los pasillos que llevaba a la sala del trono, se quedó parado para observar el retrato del príncipe heredero anterior, Erik. Había sido pintado poco antes de su fallecimiento y el hombre se hallaba en la plenitud de su vida. Rasmus lo observó con nostalgia y acarició con un dedo el talismán que llevaba colgado al cuello.
Muchas veces pensó en que debía quitar ese cuadro, pero no sabía por qué aún lo conservaba. Un tonto sentimentalismo, tal vez. No podía evitar recordar a Maja cada vez que lo veía, el rostro de su última y mejor aprendiz todavía estaba grabado en su mente. No hacía falta que cerrara los ojos para recordar su expresión la última vez que la vio, los ojos heridos por la traición.
—Traición no, pequeña Maja —murmuró—, destino, el mío.
Se alejó del cuadro y entró en la habitación del trono. Se asombró de encontrar un hombre arrodillado allí. Miró alrededor, pero no fue capaz de ver ningún guardia.
«Está bien que les dije que fuera relajado —pensó—, pero esto es demasiado.»
Se acercó a grandes zancadas y la figura en el piso se dio vuelta cuando lo oyó. Por primera vez en muchos años, Rasmus se quedó paralizado. Segundos después sacudió la cabeza e hizo surgir una sonrisa en sus labios.
—Jesper, es toda una sorpresa.
—Mi señor, espero que no tome a mal que un viejo necesite descansar sus piernas.
—Por supuesto que no, antiguo maestro. Ven, pasemos a la sala privada donde podremos sentarnos y conversar un poco.
Rasmus llamó a los criados apenas entró en su aposento y pidió un poco de té.
—Dime, ¿qué puedo hacer por ti? Son unas horas extrañas para andar de visita.
—Tú sabes cómo somos los viejos —sonrió Jesper—, ya casi no dormimos.
—Lo sabré cuando envejezca —Rasmus acarició el talismán—, tal vez.
Jesper se quedó prendado de aquella pieza, siempre era difícil quitar la vista de ella, lo llamaba, tiraba de él.
La puerta sonó y unos criados apurados entraron a servir un té con un fuerte olor a especias. Jesper fue capaz de liberarse de la atadura del talismán y procuró no volver a mirarlo directamente. Tomó una taza en sus manos y la usó para calentarse los dedos.
—Entonces —dijo Ramus—, es solo una visita.
—Sí, pasaba cerca de aquí (veces me molestan tanto las piernas que debo caminar un poco para aliviar el dolor) y creí que tal vez estuvieras despierto.
—O sea que no tiene nada que ver con el ataque que recibí recientemente.
Jesper se envaró y casi suelta la taza.
—Jaja, querido maestro, realmente te estás volviendo viejo. ¿En verdad creías que no lo iba a notar? —se palpó el amuleto—. Lo siento todo, lo sé todo —se inclinó sobre el escritorio—, lo controlo todo.
—Por supuesto, mi señor. Sencillamente, lamento que te haya molestado.
—¿O lamentas que no haya tenido éxito?
Rasmus volvió a recostarse en el sillón y cruzó los dedos sobre su barriga. Le gustaba ver a ese viejo encogiéndose. Aunque también le daba asco, él hubiera acabado así si no fuera por el talismán. Lo acarició una vez más.
—Entonces —dijo lentamente—, ¿quién fue el responsable esta vez? ¿Un amigo tuyo?
—¿Qué? No, no, no sé nada del ataque, solo lo sentí —se revolvió en su asiento—. Si hubiera sabido algo, mi señor, por supuesto que se lo hubiera dicho.
—Por supuesto —repitió Rasmus.
Pasaron unos minutos mientras Jesper evitaba mirar Rasmus, al amuleto y, por sobre todo, evitaba beber. Cuando ya no sabía qué hacer, apoyó la taza en la bandeja y se levantó con torpeza.
—¿Te vas tan pronto? Ni siquiera tomaste tu té.
Jesper sonrió con timidez.
—A esta edad, mi señor, no tomo nada más fuerte que el agua.
Rasmus se mesó la barba mientras lo observaba acercarse a la puerta.
—Diles que es inútil, Jesper, no se puede vencer al talismán, con lo cual no pueden vencerme a mí. Estoy aquí para quedarme, para siempre.
El anciano asintió lentamente sin volverse, abrió la puerta con delicadeza y se alejó de allí con pasos cortos y trémulos.
La noche era fresca, pero él no volvió a su casa, sino que se dirigió a uno de los barrios más oscuros. Pasó por la vieja iglesia abandonada y sintió un escalofrío. Allí se había realizado magia recientemente, amagó con entrar, pero luego vio a una figura avanzando hacia allí. Se hizo un lado con rapidez inusitada y observó, sin ser visto, cómo una mujer se apresuraba a entrar en el derruido edificio.
—Maja —susurró.
Decidió esperar.
A lo lejos, el castillo seguía lleno de luces. Rasmus todavía estaba en su sala privada, acariciaba lentamente el talismán mientras miraba el lugar vacío que había ocupado Jesper.
—Mientras lo tenga, siempre estaré aquí —murmuró—, y siempre tendré el talismán.
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