Me siento muy honrada de presentarles a un grupo de queridos amigos, que es también un grupo de valientes: los miembros del Taller Literario La Garúa. Digo que valiente porque, a pesar de las dificultades, las dudas y la oscuridad que a menudo ataca a los escritores, ellos, consientes de que la mejor, y a veces la única recompensa tras la dura labor de escribir, no es otra que la escritura misma, se han empeñado en ejercer su vocación. Dice Vargas Llosa que “de esa propensión a apartarse del mundo real, de la vida verdadera en alas de la imaginación, al ejercicio de la literatura, hay un abismo que la gran mayoría de seres humanos no llegan a franquear. Los que lo hacen y llegan a ser creadores de mundos mediante la palabra escrita, los escritores son como una minoría...”(1) Pues bien, Gloria Henao, Elba Cleves, Floria Herrero, Edelmári Pérez, Liana Fornier de Serres, armando Peña, Solum Donas y Aramis D’Alessio, son parte de esa minoría con el coraje para acometer el proceso transformador del intelecto y del espíritu que se ha venido gestando en el interior de cada uno desde la infancia, porque la vocación literaria nace de la mano de las fantasías infantiles y se afianza en el momento en que se aprende a leer. La procesión hacia la escritura literaria pasa, inevitable y recurrente, por la estación de la lectura. Según Sartre, se leen novelas porque “hay algo que falta en la vida de la persona que lee, y esto es lo que busca en el libro.”(2)
Hay algo de don y algo de voluntad, algo infuso y algo racional, algo de inspiración y algo determinación, en esos pocos hombres y mujeres que se atreven a transformar el abundante material que puebla sus mentes en palabras que fecundan el páramo de un papel o de una pantalla en blanco. Este es el paso más arduo: el de materializar esas construcciones imaginarias. ¿Por qué escriben?; les pregunté a cada uno. Las respuestas, si bien diversas, comparten una naturaleza común: una intima sensación de que escribir es una de las mejores cosas que les ha pasado. Ya sea para descubrir lo que se oculta bajo la superficie de su cerebro consciente, para materializar los pensamientos de su verdadero yo, para expresar sus pasiones, sus ideas o su inquietud con la realidad, para apropiarse del mundo que les gusta, el que no tanto, para volar, para recuperar la memoria propia y la ajena, darle voz a las victimas del silencio, crear vivencias distintas de las suyas, hermanarse con el resto de la Humanidad a través de la palabra escrita. Creo que lo anterior se puede sintetizar en una frase expresada por Armando Peña: se escribe para imprimir la huella digital de su mundo interno. Dijo alguien que “Escribir no es solo inspiración, sino también transpiración” (3). La buena escritura es producto de muchas horas de trabajo, de construir y demoler, de avanzar y devolverse, “de podar u rescribir” (4). Cada vez que se relee una frase escrita surgen versiones distintas, formulas inesperadas, voces que conducen rutas oníricas. Otras veces, la mente se pone en blanco y no encuentra el conjuro que libera las palabras necesarias para continuar. Kafka describió muy bien las dificultades del oficio: “…Nunca puede uno estar lo suficientemente solo cuando escribe, (…) nunca puede uno rodearse de bastante silencio, (…) incluso la noche resulta poco nocturna.” (5)
Buenas noches, señoras y señores.