El tarot poético prohibido de h. ruano. capítulo 3.

Publicado el 14 diciembre 2014 por Vanessa Vanessa Guízar Marín @PortalEspejo

Templanza, el mundo y el emperador.


Iván Jara se detuvo nervioso en el umbral de la casa de Abigaíl. Era su turno para sacar las cartas del Tarot Poético, pero sentía un enorme temor. Al principio pensó que era sólo un juego que nadie iba a llevar demasiado lejos, pero así, tomado tan en serio, cambiaba la vida sin vuelta atrás, si es que no llevaba a la muerte. Tres de sus amigos se habían convertido, respectivamente, en suicida, asesino y anacoreta, en menos de un año. Quería correr lejos de allí, pero Hilda nunca se lo iba a perdonar, lo llamaría cobarde y jamás le dejaría ver a su hijo. Así que golpeó la puerta rápidamente antes de dar tiempo a arrepentirse. 
Abigaíl Duarte abrió, tan serena como siempre, e Iván la detestó en ese momento. Siempre le había parecido terriblemente fría, pero ahora tuvo que reprimirse para no torcerle un brazo, a ver si por lo menos cambiaba de expresión. 
Estaban en plena Revolución Cristera y el peligro acechaba en cada calle. Tal vez por ese ambiente caótico, en el que no parecía haber ley o moral que valiera para nadie se estaban atreviendo a tanto, y fue tan sencillo agregar dos cadáveres más a la enorme pila, sin que ocurriera un escándalo. 
Mientras se sentaba frente a la mesa de caoba, donde aguardaban Hilda y los que quedaban, su corazón se aceleró y le costó respirar. Hilda le sonrió y entonces fue cuando se decidió a sacar las cartas.
La primera era el “cómo”. Sacó una de las cartas que quedaban y la colocó boca arriba apretando los labios: “El carro”. La segunda era la más peligrosa, el “qué”. Sacó “El colgado”, y el estómago le dio un vuelco. Los demás no se inmutaron, así que se apresuró a sacar la tercera, el “cuándo”: fue “El sumo sacerdote”. 
—Muy bien– dijo Abigaíl, mientras se ponía los lentes, y sacaba el librito del tarot poético de H. Ruano– “vendrá un mensajero sobre ruedas-para cortar el aire-cuando el sumo sacerdote entregue su tesoro”
Como siempre, la frase no tenía ningún sentido, pero tarde o temprano la tendría. Fue más pronto de lo que pensó. Dos semanas más tarde, el arzobispo de Querétaro entregaba todo lo que había en su Iglesia y su casa para que le perdonaran la vida, aunque de todas formas lo asesinaron, y ese día todo el mundo se encerró en sus casas, mientras los maleantes salieron a saquear y beber lo que pudieron. Era el momento, e Iván sabía que no lo dejarían pasar. En efecto, sus amigos lo esperaban afuera de su casa para asegurarse de que cumpliera con su destino. Él ya había enviado la misiva a un sicario para el efecto. El carruaje obsoleto llegó, mientras los demás se quedaban en la acera de enfrente para supervisar, y de él descendió un hombre musculoso y mal encarado. Al ver sus manos fibrosas y enormes, Iván tragó saliva. 
—¿A quién hay que torcerle el pescuezo, patrón? 
—A mí— respondió Iván mirando aquellos ojos negros y torvos.
El tipo rio con incredulidad, pero luego se acercó con firmeza y apretó el cuello de Iván. Hilda no soportó la ansiedad y tocó a la puerta varios minutos más tarde. Iván ya había perdido el conocimiento y colgaba de las manos del hombretón como un trapo deshilachado. El asesino a sueldo, al escuchar los golpes fuertes en la entrada, huyó por una ventana lateral, donde ya lo esperaba el carruaje donde arribó. Iván estaba vivo, pero duró mucho tiempo inconsciente y la hipoxia ocasionó que su cerebro se dañara de manera irreversible. 
Por eso fue que, más de veinte años más tarde, para todos no era más que un viejo demente que causaba lástimas en la calle, después de haber sido un prestidigitador y productor de espectáculos de gran éxito. Abigaíl lo dejaba hacer sus locuras afuera de su casa, con las que trataba de recuperar sus viejos números que dejaban a todos con la boca abierta, y que ahora provocaban que los niños le lanzaran piedras y huevos. Por las noches dormía secretamente en el sótano de Abigaíl, al que accedía por una ventanita a ras del suelo, y ella le daba de comer. 
Una noche, Iván tuvo uno de sus espantosos momentos lúcidos mientras descansaba en el piso del sótano, y escuchó en la conversación proveniente de la estancia de Abigaíl que Iris sacaría sus tres cartas. ¡Lo sabía! ¡Estaba sucediendo de nuevo, y esa joven había caído en el juego! Abigaíl le advirtió a Iván que no lo iba a proteger más si los demás se daban cuenta de su presencia en la casa, pero a él no le importó y se apresuró a hacer un último esfuerzo por alertar a Iris. 
Le costó abrir la puerta que comunicaba con la casa, pero lo consiguió. No obstante, le quitó el suficiente tiempo para que cuando apareciera ya fuese tarde. Cuando los rostros congregados lo miraron con desconcierto, las tres cartas de Iris ya estaban desplegadas sobre la mesa: “Templanza”, “El mundo” y “El emperador”. Pero la atención de Iván se había desviado ya a los ojos azules de Hilda, que centelleaban bajo la luz del candelabro. Por supuesto, no era ella, sino que estaban insertados en la faz casi exacta del padre fallecido de Iván, que, al comprender de quién se trataba, olvidó por completo la razón original por la que osó aparecerse en el mismo salón Art-Décode Abigaíl donde selló su suerte.
—¡Eres mi Tadeo!— exclamó, y se desplomó a los pies de su amado hijo.
CONTINUARÁ...
Imagen de cisne cortesía de anankkml; imagen de mano sosteniendo la tierra cortesía de jannoon028; imagen de dos manos de metal cortesía de sritangphoto en FreeDigitalPhotos.net