Cuando uno va a la huelga ha de tener muy claro que su postura es realmente una postura de fuerza frente al negociador del lado opuesto. Cada uno es muy libre de trabajar cuando le venga en gana, pero una huelga de estudiantes o una de autónomos solo puede poner sobre la mesa la extorsión y la violencia como medida de presión. Eso suele acabar en detenciones por un lado y en la total merma de credibilidad por otro. Es el derecho al pataleo llevado al extremo.
Los taxistas son el paradigma de los que, en realidad, tienen muy poco que negociar. La tecnología les da la espalda, el futuro es hoy y solo la necesidad de ciertos políticos de mantener algún que otro voto les proporciona mínimos réditos. Lo ocurrido en Barcelona no es más que el aplazamiento del fin. Engordar para morir. Y si no hay postura de fuerza solo queda la fuerza bruta. La consecuencia más inmediata es una merecida antipatía cuando no asco y repulsión por parte de la ciudadanía, que ve como alguien a quien percibe como privilegiado tiene la desfachatez de cortar calles y agredir personas inocentes.
Es evidente que entre el honrado trabajador y sus líderes más violentos existe una brecha enorme. Cada vez mayor. La mayoría de las personas solo quieren trabajar, pero se ven inmersos en una vorágine emocional y turbulenta, que les empuja sin control a seguir a sus fanáticos generales. Luego, imagino que, en sus casas más tranquilos, comentarán con la familia el asunto, quizá con algún amigo y más de uno acabará por abrir los ojos. Hoy ya cunde el desánimo. Circulan los mensajes de que la huelga no es el camino. Olvidaron que no tenían nada que negociar y parece que se dan cuenta.
Dios nos lo dio, dios nos lo quitó decía la coda. Este dios es hoy es el Estado. Ayer te da una licencia para operar un negocio. Hoy y siempre estarás a expensas de que al volátil consejero de transportes le de por cambiar las reglas del juego. Tal vez, como ocurre en Barcelona, le de por mantener tu chiringuito. Tal vez, al ciudadano que usa el servicio le de por votar mal y se cierre para siempre. Y el poseedor de la licencia, creyente sin duda en la bondad del político o al menos ingenuo en grado superlativo, verá como el agua que creía atrapada se le escurre entre los dedos sin poder hacer nada al respecto.
La cosa es que al veleidoso ciudadano le gustan las cosas de una determinada manera. Triunfó el coche sobre los caballos. El vulgo ya no lleva cámaras más allá de algún nostálgico – y los profesionales y buenos aficionados que saben hacer buen uso de ellas. Vuelven los discos de vinilo. El carril bici de mi ciudad sigue medio vacío. La gente fuma canutos sea o no legal. Las descargas no acabaron con la música ni con el cine. Quien gobierne puede ponerse a dar licencias y prometer que todo va a ir bien, pero lo cierto es que miente. Engaña. Los Estados quiebran, la tecnología deja obsoleta a la tecnología y ser funcionario no tiene por qué ser un trabajo en el que no puedan dejarte de pagar.
Los productos, los servicios y los Estados nacen, crecen y mueren. Todos.
Publicado en DesdeElExilio.com