El templo de zoe i

Por Orlando Tunnermann


Dieciocho columnas proseguían en pie, enhiestas, incólumes a los desmanes erosivos del tiempo y la ira irrefrenable del viento que asolaba los eriales famélicos de la región de Hayastan.
El templo, altanero y perpetuo, trasunto de la fatua egolatría de sus fundadores, mostraba todavía intactos los medallones, estatuas, blasones y bustos esculpidos en los capiteles de tonalidad ósea.
La diosa Zoe parecía vituperar con su mirada pétrea a las montaraces huestes de la reina Tamara, que habían tomado posesión del devastado altar sagrado.
Sus espadas y lanzas, teñidos de rojo carmesí sus dentados filos argénteos, narraban una historia de atrocidad y masacre acometida en los desérticos páramos desvalidos que circuían el valle de las Sibilas, donde se erigía el templo.
Los cadáveres degollados de las profetisas formaban un horripilante corrillo de cuerpos exánimes frente a la escalinata de mármol rosa que conducía al oráculo de Zoe.
La reina Tamara despachó con displicencia a los aguerridos soldados que combatían a muerte en su nombre y los echó del templo, quedándose sola en la baldía sala arenosa y rectangular, admirando acuclillada un extraño círculo en el suelo, prolijo en arcana simbología.
A su espalda apareció con su caminar de contoneo sensual y sibilino la deslumbrante pitonisa Betsabé. Se arrodilló junto a su señora sin la menor señal de reverencia. Con sus dedos alargados, rematados en afiladas uñas pintadas de brumosa plata, acarició las foráneas runas atrapadas entre los contornos de la circunferencia.
La pitonisa clavó sus ojos en la inmortalidad, representada en los bustos esculpidos de la diosa Zoe. Guardiana del elixir de la vida eterna, custodiaban las efigies la entrada a los manantiales de Mandrágora, cuyas aguas, si las bebías, te otorgaban longevidad más allá de todas las eras y civilizaciones venideras.
Tamara estaba impaciente por encumbrarse como diosa suprema del tiempo.
Su hermoso rostro demudó la ansiedad por el arrojo y la temeridad. Se apartó de la frente unos largos cabellos dorados y ensortijados que le anublaban la mirada, azul, como la que caracterizaba a la esbelta Betsabé, y la apremió con innecesaria brutalidad para que concluyera con los irritantes prolegómenos de su coronación. La pitonisa rechazó con desafiante sonrisa espuria en sus labios turgentes y encarnados la mano férrea de la reina que se le clavaba en el hombro derecho. Tamara quedó escandalizada y contrariada por la insolente ligereza de su súbdita al mostrar con tanta diafanidad su desdén. Podría matarla sólo por ello.
Nadie podía tocar a una reina, ni siquiera una pitonisa del excelso oráculo de Uplikstsikhe. Betsabé no parecía intimidada en su presencia y la trataba como a un igual. Rebullían las emociones de Tamara como si sus entrañas se hubieran transformado en un canal de magma hirviente. Buscó entre el apelmazado ejército extramuros al barbudo y gigantón Madrash.
Lo encontró descollante y colosal, como un farallón de sólido granito y acero, menoscabando con su presencia simiesca al resto de los soldados. Parecían a su lado pueriles soldaditos de plomo que buscaran en el horizonte el campo de batalla perdido.
Con un gesto disimulado de su cabeza, ladeada, remisa a afrontar la gelidez impasible de la imperturbable pitonisa, le indicó a Madrash sus inicuos deseos para con la mujer de larguísima cabellera negra enfundada en un ceñido traje de látex tan oscuro como los rizos azabachados que caían sobre su hermosa faz atezada.
El gigantón agachó la cabeza en ademán de acatamiento. Se dibujó una proterva sonrisa en la comisura de los labios finos y rosados de Tamara. Su semblante arrogante trocó hacia la ribera del estupor cuando observó el repentino estremecimiento de la pitonisa, que había caído a su lado, como abatida por el mitológico tridente de Harkos, el dios de la guerra.
Se convulsionaba su cuerpo voluptuoso como el de una sierpe envenenada. La zona más lúgubre del corazón de Tamara se congratuló con los dolores y el pánico impresos en el rostro hermosísimo de Betsabé. Sin embargo, el área doblegada por los instintos de la obsesión acudió al socorro de la allegada, presa del pánico.
Betsabé era la única persona con capacidad esotérica para acceder a la exégesis del arcano léxico rúnico.
El ejército extramuros invadió inmediatamente el templo de Zoe. Se arremolinó en derredor de la convaleciente. Su mentor, el viejo y achacoso Atanassius, se arrodilló junto a Betsab y le colocó sus manos grandes y arrugadas sobre la frente.
Durante unos segundos no sucedió nada, pero de pronto, el anciano, de largas cabelleras largas y ralas y rostro enjuto, se giró hacia la turba con los ojos en blanco. Inopinadamente aferró la mano de Tamara con una fuerza inusitada, como de ave de rapiña, clavándole en la piel clara y tersa sus uñas rotas y negras.
La reina se apartó aterrada y logró detener a Madrash unos segundos antes de que éste pretendiera rebanarle el pescuezo con una espada formidable de color de fuego.
La voz de Anastassius era la voz de los muertos, un bramido gutural como de ultratumba.
-Acaecerán tres desgracias. La primera yace a tus pies. La segunda la perpetrarán tus propias gentes… después, quedarás sola, ciega y muda.
Horripilada, la reina Tamara se arrastró por el suelo como una escolopendra herida.
-¡Matadlo, haced que se calle! –Chilló traspuesta-
A su comando, el forzudo Madrash le rebanó la testa. La turba rugió embravecida, ocultando así el temor que les había provocado la reveladora profecía.
Tamara se recompuso a los poco minutos y paseó por el templo de Zoe como una fiera enjaulada, pugnando a solas por remendar sus pensamientos y templanza. Miraba los cuerpos sin vida del anciano y de la bellísima Betsabé y después revertía su odio hacia los bustos de la indescifrable diosa.
La odiaba más que nunca. Le había arrebatado con la muerte de la pitonisa y Anastassius el secreto de la eternidad.