Dentro del mundo de los libros, podría definirse el “canon” como el conjunto de obras que, a juicio de los críticos más almidonados, son las que ocupan los primeros puestos del ránking de la Historia de la Literatura. Así, serán ustedes informados de que “hay que leer” (el imperativo es casi kantiano) el Ulises de Joyce o los Cantos pisanos de Ezra Pound, pero que podemos tranquilamente pasarnos sin leer ni una sola novela de Noah Gordon o Stephen King. ¿Argumento? Pues que ciertos críticos, con sus lupas intelectuales, han determinado que así sea. Y quien reconozca que no entiende a Joyce, se aburre con Onetti, se atraganta con Kundera, bosteza con Murakami, le chirría en los ojos y oídos la prosa de Faulkner o se marea con Rilke ya se ha hecho merecedor de la etiqueta de “analfabeto”, con la que será apedreado. ¿Y qué pasa entonces con los millones de lectoras que devoran a Gordon, Clancy o King? Pues nada: que se equivocan, que no tienen gusto ni criterio. Curiosamente, cuando se pregunta a estos autores “bestsellerianos” por sus autores favoritos suelen demostrar una alta dosis de cultura y de tolerancia, reconociendo que adoran a García Márquez, Borges o Roth. ¿Quiénes son, en este berenjenal, los sectarios y los mentecatos? ¿Los que reconocen que leen de todo y que disfrutan con ello; o quienes niegan el pan y la sal a los constructores de fábulas dinámicas, atrayentes y seguidas por millones de personas, con el peregrino argumento de que “no tienen calidad”?Por fortuna, crece día a día el número de escritores que, lejos de dejarse amilanar por estos intransigentes (Dámaso Alonso llamó “miserable criticastro” a Luis Astrana Marín por bastante menos), se dedican a lo que realmente les llama la atención: contar historias. Y contarlas, además, con palabras que puedan ser entendidas, y valoradas, y degustadas, por quienes no saben lo que es una hipálage, una antanaclasis o un políptoton, ni maldita la falta que les hace.Uno de esos escritores potentes, enérgicos, vigorosos e imaginativos es el murciano Jerónimo Tristante, que en 2008 lanzó El tesoro de los Nazareos con el sello barcelonés Roca. En ese volumen nos encontramos a Rodrigo Arriaga, un antiguo espía de espectacular trayectoria que, para conseguir que los restos de su amada sean sacramentados y pueda obtener así el descanso eterno, acepta una delicada misión que le encomienda el enigmático Silvio de Agrigento, secretario del cardenal Lucca Garesi. ¿Y cuál es la misión? Pues infiltrarse en la todopoderosa y opaca Orden del Temple para descubrir de qué mecanismos se están valiendo para chantajear al Papa y conseguir cada vez más poder. ¿Acaso han encontrado algún documento vital en los sótanos del Templo de Jerusalén? ¿Disponen de reliquias inimaginables? ¿O han descubierto alguna información que les permite extorsionar y tener sojuzgada a toda la cúpula de la cristiandad?
Con este punto de partida, Jerónimo Tristante construye una historia llena de humor (episodios en los que siempre interviene el lúbrico Toribio, criado de Arriaga), intrigas políticas, venganzas, traiciones, amores falsos y auténticos, persecuciones, peleas, pasadizos subterráneos rezumantes de humedad, templos misteriosos construidos en los sótanos de un castillo, tesoros perdidos, reliquias de incalculable valor económico e ideológico... El cóctel no gustará a los “canónicos” (es decir, a los partidarios del canon), pero regalará muchas horas entretenidas y amenas al público lector, que es soberano y dispone, siempre que los dictadores de normas no afirmen lo contrario, de inteligencia propia.