El tesoro de Minerva (2)

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

Por eso, al depositar cuidadosamente sobre el escritorio, una vez finalizada su lectura, el sorprendente trabajo que acababa de examinar, el señor Crouse se sentía por igual intrigado e indignado, pues si por una parte consideraba que, al atreverse a cruzar la delgada pero clara línea existente entre la historia y la ficción, la alumna había trasgredido la ética del investigador, por otra no podía evitar preguntarse cuánto habría de cierto en sus afirmaciones. Así que, para descubrirlo, no había más remedio que examinar a fondo la tediosa bibliografía que acompañaba a la tesina.

Minerva, diosa romana de las artes, la sabiduría y la guerra

En varias hojas, se citaba una larga lista de fuentes antiguas, libros indispensables y artículos consagrados, más una no menos profusa relación de direcciones de internet, esas URL que tanto estaban proliferando en los últimos tiempos, la mayoría de ellas, a juicio del profesor, nada más que basura: lo irritaba el imparable aumento de este tipo de bibliografía porque resultaba casi imposible comprobar la autenticidad y validez de las fuentes citadas y porque, al amparo de esta certeza, muchos examinandos se animaban a engrosarlas deliberadamente en la confianza de que no serían inspeccionadas. Sin embargo, Tim Crouse no era persona que se desalentase con facilidad: respiró profundamente un par de veces y se dispuso a afrontar la tarea. En su sala atestada de libros, amontonados de cualquier forma en las desvencijadas estanterías que llenaban las paredes e incluso apilados en irregulares columnas sobre el piso, en su desordenada mesa atiborrada de papeles, libros abiertos y cerrados, llenos de marcas, botes con lápices, bolígrafos y rotuladores, revistas de historia, restos de ceniza y tazas con posos de té, en esa especie de rincón de ermitaño que era su estudio, el tiempo parecía no importar.

Metódico, se aplicó a la lectura de las referencias y, para minimizar el trabajo, descartó primero todas aquellas que, por familiares y de sobra conocidas, le constaba que no contenían tan valiosos datos, y destacó luego las que, a su criterio, tenían más posibilidades de proporcionar la información que buscaba; las cuales, obviamente, eran casi todas direcciones de internet. Luego, sin más demora y con ayuda del disco que contenía la versión en soporte óptico de la tesina, introdujo la primera URL en el campo de direcciones del navegador y pulsó la tecla Intro.

Cuando la pantalla se llenó de texto e imágenes, comprobó el profesor que era una página en francés -idioma que, a pesar del bilingüismo oficial, apenas dominaba- con mucha publicidad, columnas laterales organizando la información en épocas y autores y, en general, excesivamente recargada de iconos que remitían a distintas épocas de la antigüedad. El señor Crouse escogió el rotulado como La Rome républicaine y activó el enlace, con lo cual se desplegó una nueva página con una lista de obras sobre dicho tema, casi todas de autores franceses contemporáneos; pero, como ninguno de los títulos le sugiriese el contenido que andaba buscando, pasó a la siguiente referencia.

No tuvo más suerte con la segunda, ni con las siguientes, algunas de las cuales presentaban la dificultad adicional de estar en idiomas que desconocía: italiano, alemán e incluso una de ellas en caracteres cirílicos: ¿es una broma, se preguntó el señor Crouse, quién coño entiende este galimatías?; pero ninguna le aportó pistas sobre la enigmática inscripción de la “res gestae”. El profesor, cansado y ojeroso, decidió probar una última referencia antes de dejarlo definitivamente e irse a dormir.

Seleccionó el vínculo correspondiente y lo activó. La página era pesada y tardó en cargarse, si bien el lento movimiento de la barra de progreso daba fe de una actividad latente en alguna parte. El profesor esperó pacientemente a que los segmentos de color verde claro alcanzaran el final del recorrido, y aún hubo de aguardar unos segundos extra para que la página cobrase vida y mostrara, en letras dinámicas, cuidadosamente diseñadas, que surgían desde los cuatro rincones de la pantalla, el título de “Biblos” sobre un bello y elaborado fondo que representaba un antiguo mapa de la tierra, posiblemente holandés, del siglo XVI, pensó el profesor, o de principios del XVII, con los continentes reconocibles pero desproporcionados, las cadenas montañosas representadas por triángulos, los ríos por sinuosas líneas excesivamente gruesas y los litorales abarrotados de diminutos nombres casi ilegibles. Al pasar el cursor sobre la geografía del mapamundi, se oscurecían ligeramente determinadas regiones y bajo el puntero aparecía una etiqueta que informaba del nombre de cada sección: América precolombina, India, China, Mesopotamia, Egipto. Al llegar a la península itálica se destacaba la cuenca del Mediterráneo y la etiqueta indicaba Grecia y Roma. El profesor pulsó sobre ella.