Antes de seguir adelante, Timothy Fitzpatrick Crouse se recostó en el sillón, se llevó las manos a la nuca y por unos momentos se entregó en los brazos de la fantasía y la imaginación, dejándose llevar por la idea de ver recobrados de pronto todos aquellos libros que conformaban el sueño de cualquier historiador: un paraíso de verdades desveladas, una muchedumbre de personajes aguardando a que se les hiciera justicia, emperadores, guerreros, sacerdotes, nigromantes, estrategas, filósofos, amantes, semidioses, soldados, batallas, hechos nunca conocidos, una subversión de lo tenido por cierto hasta el presente e, inevitablemente, una difracción en el curso de la historia.
Agotado, no obstante, ese breve plazo que el profesor Crouse le concedió al ensueño, éste dio paso nuevamente al raciocinio y al más elemental escepticismo, pues si bien no cabía cuestionar ni los conocimientos sobre historia antigua del creador del sitio web ni la calidad artística de su diseño, lo cierto era que hasta entonces nada de lo allí mostrado tenía valor histórico-científico alguno. Ahora bien, ¿qué contenía cada uno de los enlaces que se agrupaban bajo el epígrafe seleccionado, o bajo cualquiera de las otras decenas de epígrafes que figuraban en el pergamino correspondiente a cada una de las veinticuatro letras del alfabeto? No había más que una forma, y bien sencilla, de averiguarlo.
El profesor se incorporó en su sillón basculante, echó mano del ratón y pulsó sobre el Libro de los Hechos de Aníbal, escrito por Sosilo de Esparta y transcrito y comentado por Cornelio Nepote. Y entonces, tras unos segundos que se le hicieron minutos, se desplegó una pantalla con lo que parecía la reproducción facsímil de un libro: el mismísimo texto latino de la transcripción de Nepote. Tim Crouse escrutinó el documento detenidamente, saltando de unas páginas a otras, tratando de ponderar su veracidad, descubrir anacronismos y, en general, haciendo todas las comprobaciones que pudieran conducirlo a descubrir algún indicio que pusiera de manifiesto su calidad apócrifa, pero hasta donde él pudo dictaminar, la reproducción facsímil bien podría corresponder al verdadero libro perdido.
Entonces, olvidando todo su escepticismo e invadido por el afán de conocimiento, el profesor se sumergió en la lectura de aquellos fascinantes renglones de la historia con una voracidad irrefrenable y un arrobo asombroso para alguien de su árida personalidad. Entre otras anotaciones, allí estaba el texto completo de la “res gestae” mandada grabar por Aníbal en la losa del templo del cabo Lacinion y cuyas primeras palabras rezaban así: «Sobre este altar, en el santuario de la divina Hera Lacinia, reina de los dioses, están grabados los hechos de Aníbal, hijo de Amílcar Baraq, estratega de Kart-Hadtha por la Asamblea del Pueblo, y deja constancia de ellos para que sean conocidos por la posteridad hasta el final de los siglos.»
Sin saber si lo que el singular website atesoraba sería un filón gigantesco, el hallazgo más importante para la historia desde la aparición de los manuscritos del Mar Muerto o simplemente una impostura colosal, el profesor continuó huroneando durante las silenciosas horas de la noche y la madrugada entre los escritos largamente desaparecidos, no sólo los relacionados con Aníbal sino aquellos cuya materia o circunstancias le resultaron más atractivos, como la obra de Lisístato de Tebas, un filósofo griego de la escuela de Atenas cuya misma existencia era motivo de controversia en la actualidad, el opúsculo de frey Robert de Wignacourt sobre la derrota de los cruzados y la pérdida definitiva de Jerusalén, el último volumen de los Disciplinarum Libri, de San Agustín, o el testamento y la biografía de Aristóteles, escritos por el filósofo peripatético Andrónico de Rodas.
Y mientras leía, su mente intentaba conjeturar alguna explicación plausible: cabría concebir que se trataba del primoroso trabajo de un bromista formidable o de un fraude a cargo de una mente trastornada; pero si alguien se había tomado la molestia de crear aquella colección de textos de modo que pareciesen auténticos, había debido emplear un tiempo infinito en hacerlo. Haría falta no una persona, sino un equipo, una legión, un ejército de maquiavélicos falsificadores para llevar a cabo tamaño prodigio; y en último caso faltaba lo que todo buen detective, según el saber popular, buscaría en primer lugar al hallarse ante el escenario de un crimen: el móvil. ¿Qui prod est? ¿A quién beneficia esto? Por otra parte, cabía que todas aquellas obras reprodujeran la colección privada de algún excéntrico millonario o de una secreta y enigmática sociedad que durante siglos o incluso milenios hubiera ido atesorando aquellos libros que se creían perdidos pero que quizá fueron sólo robados, extraviados, sustraídos o escamoteados, sin que por tanto hubieran desaparecido por completo para la humanidad; o, sin poner ya límites al absurdo, se le pasó por la cabeza, inducido sin duda por tanta película fantasiosa sobre temas arcanos, que detrás de todo ello hubiera alguna intervención sobrenatural.
Finalmente, el cansancio y el sueño lo vencieron y se quedó dormido, abocado sobre el colchón que formaban las pilas de exámenes corregidos del último parcial, con la cabeza ladeada, la boca babeante y el pelo alborotado y sucio.