El rey vándalo Genserico se asentó con su pueblo en los terriorios que el Imperio romano tenía en el norte de África. Expulsado por los visigodos de Hispania, vándalos y alanos, fundidos en una sola nación, cruzaron el Estrecho el año 429 y se apoderaron de la que probablemente era la provincia más rica del Imperio después de Egipto. En su viaje hasta Cartago, los vándalos cercaron Hipona, de donde era obispo el anciano Agustín, uno de los padres de la Iglesia. En el cerco murió el que después sería proclamado santo. La Iglesia nunca perdonó a los vándalos, de religión arriana, este hecho, y su apoyo a los donatistas que hasta ese momento habían sido perseguidos por los católicos, expoleados, entre otros, por Agustín. Pero mucho peor fue para la Iglesia el posterior saqueo de Roma, en el 445, a pesar de que respetaron las vidas y no incendiaron la ciudad por petición expresa del papa León I el Magno. Por estas acciones imperdonables, la Iglesia anatemizó a los vándalos hasta el punto de que hoy día, de forma injusta, se conoce como vandalismo cualquier atentado contra los bienes o las cosas.
Cuando Genserico se sintió seguro en las fronteras de su reino, procedió a la purga interna con el único fin de asegurarle a su hijo Hunerico la sucesión en el trono. Con la excusa de la existencia de una conspiración, el año 442, ordenó pasar a cuchillo a la mayoría de los nobles vándalos y alanos de su corte.
Entre las víctimas de esta purga estaba Atanasés, el hijo de Atax, el último rey alano independiente, que murió en Hispania en una batalla total y definitiva contra los visigodos el año 418. Tras esta derrota, y siendo Atanasés muy niño, los nobles alanos prefirieron ofrecer la corona de su pueblo a Genserico y fundirse con los vándalos. Estos, once años después, fueron derrotados también por los visigodos y expulsados de la peninsula.
Atanasés supo que Genserico planeaba una matanza y tuvo tiempo de poner a salvo a su único hijo, Tarbalés, apenas un niño. Antes de entregárselo a un monje de confianza que se lo llevó a un monasterio agustino del sur, en el desierto, le grabó con una daga unos tatuajes en el brazo. El pequeño Tarbalés estaba aterrorizado pero su padre lo tranquilizó dicéndole que cuando fuera adulto averiguara el significado de los signos que le acababa de tatuar.
Tarbalés creció junto al enorme y árido mar de arena, más allá de la frontera del reino vándalo, lejos del alcance de Genserico, y trabó amistad con los señores de aquella tierra inhospita, los imuhagh, los hombres azules del desierto.
Años después, hacia el 472, algunos de los viejos camaradas de su padre, que se salvaron de la purga, ofrecen a Tarbalés encabezar un levantamiento contra el octogenario Genserico y ocupar el trono.