Cuánta brillantez puede haber en apenas cien páginas. Cuánta lucidez, cuánta verdad, cuánta contundencia. Esos son mis pensamientos tras leer El testamento de María (2012), una de las mejores obras del escritor, periodista y crítico irlandés Colm Tóibín(Enniscorthy, 1955). El proyecto surgió de un encargo para un monólogo teatral —que ha sido representado en España por Blanca Portillo—, y finalmente se editó asimismo como novela, que logró ser finalista del Man Booker Prize en 2013. En este libro, el autor da voz a una María de Nazaret anciana, que rememora los últimos días de la vida de su hijo. A diferencia de lo que se podría esperar, no es un monólogo teñido de religión, sino una interpretación más libre, que ahonda en el lado íntimo de la mujer y madre, en detrimento de cualquier ideología. Fue un acierto elegir a Tóibín para este texto: un hombre criado en un pueblo pequeño, impregnado de la cultura católica, pero a la vez un intelectual dotado, capaz de dar una vuelta de tuerca al discurso de esta figura. Es asimismo subrayable que Tóibín domina la literatura de lo doméstico, como demuestra en novelas como Brooklyn (2009) o Nora Webster (2014). Esta atención a los espacios privados tiene mucho que ver con la María que nos presenta.«Recuerdo demasiado; soy como el aire de un día calmo que se mantiene inmóvil y no deja que nada escape. Del mismo modo que el mundo contiene la respiración, yo retengo mis recuerdos» (p. 12). Nos habla una María cansada, a la que le pesan los años. Una madre que ha visto morir a su hijo sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo. Una mujer sencilla, discreta, que trata de pasar desapercibida cuando otros la reclaman como la madre de quién sabe qué. El mayor mérito de Tóibín es construir una María cercana a cualquier madre en sus circunstancias, una María «humanizada». «Humanizar», en este caso, significa no revestirla de grandeza, ignorar los títulos de Virgen y Madre de Dios, concebirla como a una mujer corriente de su tiempo. Solo María, María de Nazaret, una mujer prudente y sensata, cuyos actos no encajan con la lectura que la tradición cristiana ha hecho de ellos. Su conciencia de madre es quizá el rasgo más destacable de su voz: nunca llama a Jesús por su nombre, siempre es «mi hijo». Su hijo por encima de todo, y en particular por encima de los milagros y honores que le atribuyen. No es la primera vez que Tóibín aborda la relación entre madres e hijos, puesto que constituye un tema fundamental de su producción, como demuestra en el libro de relatos Mothers and Sons (2006), o en el ensayo Nuevas maneras de matar a tu madre (2012). El testamento de Maríavuelve a poner de manifiesto, y en su punto más álgido, su habilidad para explorar las fisuras de las relaciones maternofiliales.Solo es su hijo, pues. María (y esto ha hecho que los creyentes más fervientes se lleven las manos a la cabeza), al recordar los últimos días de Jesús, se opone con firmeza al camino que este tomó. No cree en sus hazañas, no lo considera más especial que otros hombres. En lugar de eso, se preocupa por él, no le gusta el rumbo que ha tomado y es consciente de los peligros que le traerá, porque se huele la traición («Y lo más extraño del poder que rezumaba era que me impulsaba a amarlo y a tratar de protegerlo aún más que cuando no lo tenía», p. 67). Ella preferiría que su hijo no se creyera el salvador de nadie, que volviera a ser el niño que antes acudía a ella cuando tenía un problema. Sí: un sentimiento que seguramente comparten muchos padres y madres que han sentido que sus hijos se descarriaban. Esta palabra, «descarriar», suena fuerte al referirse a Jesús, pero la particularidad de esta María reside en su discurso contrario al fanatismo, a los ídolos de cualquier tipo. Y su hijo se convirtió en un ídolo, aunque ella nunca lo vio así. La seguridad está en la vida sencilla, sin grandes pretensiones, sin un gran ego, parece decir María. En esta interpretación, su mensaje puede aplicarse a otros contextos: trasciende lo bíblico para representar la frustración de las madres que han visto a sus hijos escapar de su control para terminar con consecuencias trágicas.
Colm Tóibín
Una vez muerto su hijo, María no colabora con los evangelistas que acuden a casa. Es otro aspecto llamativo: se niega a contribuir a construir el mito de Jesús. Se opone tanto al fondo como a las formas de los que se hacen llamar sus seguidores, ya que huye del lenguaje grandilocuente de los cronistas. María solo nos habla de su hijo en voz baja, como el desahogo íntimo de una madre que quiere contar las cosas tal y como acontecieron, sin convertirlas en parábolas, sin buscar significados trascendentales donde solo ha habido, para ella, la muerte cruel e injusta de un hombre. Esta María huyó de la presencia de su hijo crucificado porque no podía soportar tanto dolor: «Estuve allí. Huí antes del final, pero si queréis testigos, yo lo soy y os digo ahora, cuando afirmáis que redimió al mundo, que no valió la pena. No valió la pena» (p. 123). Colm Tóibín ha arriesgado, ha sido valiente al desmitificar el mito y, de paso, proponer un mensaje de desconfianza hacia todo lo que se nos aparece como ilustre, sea religioso o no. Nos hace ver que todos, incluida la madre de la figura más relevante del cristianismo, tienen su lado frágil, que los iguala a la masa anónima. Lo cuenta, además, con un monólogo espléndido, preciso, sin paja. Un libro rotundo e intenso, que asombra e invita a la relectura. Magistral.