El camino que va desde el avant garde y el documentalismo ideologizado de los 30 con epicentro en Nueva York hasta el Poverty Row angelino de finales de los 50 es, como poco, tortuoso. Irving Lerner lo recorrió sin que nadie pareciera darse demasiada cuenta y terminó por desembocar en eses lugar abigarrado donde vegetan los verdaderos malditos, lo verdaderos invisibles hasta que logran ascender al estatus de culto.
Lerner comenzó su carrera, comprometida y suicida, enrolado en distintas cooperativas de cineastas de filiación comunista y voluntad underground en los primeros 30. Desde la NYKino, donde también estaba Elia Kazan o los pioneros del lenguaje documental norteamericano Ralph Steiner y Leo Hurwitz, hasta la órbita del fotógrafo Willard Van Dyke o el documentalista Pare Lorentz, con quienes Lerner colaboraría en diversas funciones, principalmente la de montador. Estas y similares labores ejercería dentro de otra cooperativa constituida en 1937, Frontier Films, donde también se alineaban Jay Leyda y Ben Maddow futuro guionista de Lerner durante los 50, dedicada a realizar trabajos de corte profesional y radicalismo ideológico sin cortapisas. De su breve producción, siete cintas, dos de ellas son filmes de apoyo propagandístico a favor de la causa republicana durante la guerra civil española – en el caso particular de Lerner habría que sumar su acreditada participación como editor en Refuge, material financiado por Ciné- Liberté y el Medical Bureau estadounidense- como Hearts of Spain y Return to life; mediometrajes centrados en la ayuda médica y la atención a los heridos durante la guerra. Aunque quizás el trabajo más perdurable de Frontier Films sea Native Land, un alegato sobre los peligros que
Junto a Sam Brody en el rodaje del documental de 1931 "Children's Camp"
rodean a la democracia americana del New Deal y la fuga de la Gran Depresión. Muy recomendable y mucho mejor informado el estupendo trabajo de María Antonia Paz y Julio Montero El cine informativo. 1895-1945. Creando la realidad (Ariel Cine, 2002).
Con semejantes antecedentes estaba claro que Lerner, intelectual, neoyorkino, comunista y judío, no lo iba a tener precisamente fácil para introducirse en el Hollywood bajo McCarthy, y eso pese a que su larga experiencia como montador le había proporcionado el prestigio suficiente para ocuparse de diversos documentales de propaganda a favor de la participación norteamericana en la 2ªGM, incluso en labores de director de diversos de estos cortometrajes de esfuerzo bélico.
Como muchos de los blacklisted de rango menor, es decir aquellos, los más, que no eran celebridades Lerner se dedicó a subsistir dentro de los intestinos de la industria, centrado en albores de intendencia de todo tipo y por lo general sin acreditar. Era un profesional habilidoso y sólido, con conocimientos de diversas facetas del proceso de realizar una película y capacidades para cumplir en todos ellos. Incluso mantuvo activa su faceta de realizador documental en diversos empeños. Muscle Beach, un corto semi-documental sobre el culto al cuerpo en la playa de Santa Mónica cuenta hoy con cierto prestigio tanto por su aventurada resolución formal como por capturar el hedonismo juvenil de losúltimos 40, ya terminada la guerra. Precisamente su último empeño documental antes de conseguir introducirse en al ficción será un recopilación de material documental sobre la guerra en el pacífico, Suicide Attack que cuenta con el valor de incluir material japonés.
En 1953 rueda Man Crazy, un film particularmente ignoto, protagonizado por el gran Neville Brand. Para lograrlo cuenta con la ayuda de Philip Yordan, co-guionista y productor en al sombra. Labores que repetiría en 1960 con Studs Lonigan y en 1969 con The royal hunt of the sun, un descabellado proyecto sobre al conquista del Perú con Robert Shaw como Pizarro y Christopher Plummer como Atahualpa.
A decir del propio Yordan fue el también guionista y ocasional productor Sydney Harmon quien le envió a Lerner, ya que este solía remitirle a gente que buscaba trabajo dentro de la industria. Pero no es poco probable que pudiera ser que Irving Lerner llegase a través de su viejo amigo Ben Maddow (el cual había participado en el scrip de La jungla de asfalto, nada menos antes de caer en desgracia), blacklisted igual que él y que por aquel entonces ejercía como uno de los múltiples negros de Philip Yordan, quien tenía organizado una suerte de factoría de escritura en la cual se aprovechaba sin escrúpulo alguno de la situación de los represaliados, sino el gremio de los escritores uno de los más tocados por la paranoia anticomunista. Sobre este elemento de cuidado, Yordan me refiero, nada más contundente que la brevedad de Tavernier y Coursodon en sus 50 años de cine norteamericano.
En el rodaje de "Hay que matar a B." (1973)
Televisión aparte, auténtico refugio para los náufragos del lo “b”, y siempre de la mano de Yordan, Irving Lerner desembarcaría en la acogedora Europa de las coproducciones para ejercer otra vez cometidos de todo tipo: ayudante de producción , director suplente guionista en la sombra, en un par de spaghetti-western decadentes, Capitán Apache (1971), firmada por un tal Alexander Singer y El hombre de Río Malo (1972), un sinsentido que ni el oficio de Eugenio Martín pudo arreglar 2, ambos a mayor gloria del gran Lee Van Cleef, gozando feliz de su inesperado (y bien merecido) status de estrella. También en aquellos días reemplazó a Robert Parrish tras la cámara de Una ciudad llamada bastarda, un brutal pseudo-spaghetti protagonizado por Robert Shaw y Telly Savalas y la deliciosa Stella Stevens. E incluso en 1973, y casi en el colmo de lasrarezas, terminó por ejercer de productor para el Hay que matar a B. de José Luis Borau.
Volviendo al punto central de la carera de Lerner encontramos, encadenadas a lo largo de 1958 (aunque la segunda se estrenase en el 59), sus dos trabajos más perdurables, también casi los únicos mínimamente accesibles y desde luego aquellos que le han proporcionado su estatus de culto presente, más a las propia películas que a él mismo, todo sea dicho: Murder by Contract y City of fear.
Ambas cuentan con el protagonismo del estólido Vince Edwards en un par de roles bien diferentes y en ellas se da la siguiente paradoja: City of fear es, ortodoxamente hablando, mejor película, pero Murder by contract es, de forma indiscutible, mucho más interesante.
Murder by contract en particular y Lerner en general fueron recuperados a raíz de que sus imágenes y su nombre apareciese en 1995 dentro del documental A personal journey. Allí Scorsese alistaba al director en las filas de los contrabandistas (como al André de Toth que pasó por aquí con Crime Wave) y reconocía a esta pieza del 58 como una influencia clave dentro de su propio lenguaje cinematográfico. Lo cierto es que Scorsese ya había recuperado a Lerner mucho antes, contratándolo como asesor para el montaje de suelefantiásica New York, New York en 1977. Periodo de edición durante el cual murió, estando el film dedicado a su memoria.
Tanto con el conocimiento de esta fascinación como incluso sin él, no resulta difícil, con cierta perspicacia, encontrar la huella de Lerner sobre Scorsese y más específicamente sobre su sentido del montaje y sobre momentos concretos de Taxi Driver, una obra maestra que, curiosamente, sintetiza en si misma y de modo estremecedor, algunos de los apuntes que en Murder by contract eran, con probabilidad, solo intuiciones o recursos tomados de la experiencia previa de su director en el cine documental.
Claramente dividida en dos partes, antes del viaje a Los Angeles que Claude el asesino profesional protagonista, realizará para hacerse cargo de un trabajo imposible, y durante su estancia en la nueva ciudad; un escenario concreto frente a la radical abstracción anterior que marca una ruptura de tono, estilo e intenciones casi total en virtud del que puede verse como hilo conductor de un film sin historia propiamente dicha, o más bien con la sombra de una historia/cliché como guía: el proceso de humanización de un hombre que pretende haberse extirpado a si mismo cualquier sensibilidad.
En el primer bloque es donde se focalizan las más notorias influencias sobre Scorsese de esta joya, cuya escasez de medios (se rodó en 7 días) no solo puso a prueba la competencia de sus responsables sino que forzó a Lerner la creatividad para sumergir aquella historia esquemática dentro de una formulación estético-conceptual más cercana al vanguardismo europeo y al cine de autor de la época que a ninguna noción, cara o barata, del cine negro americano. A esto se suma la propia sensibilidad de Lerner como creador dentro del documentalismo y la misma vanguardia norteamericana, un afán por experimentar como la forma, la narrativa y al representación que no se había apagado pese a las penurias de todo tipo. El resultado es un primer bloque portentoso realizado sobre distintos ejes: laconismo, abstracción, extrañamiento y alienación. Construido todo agolpe de montaje por corte directo y dilatación de escenas donde lo esencial se resuelve en una fracción y lo (aparentemente) accesorio se dilata hasta conseguir un tono que se mueve entre lo ritual (el primer bloque) y la comedia del absurdo (el segundo). Vista desde hoy, esta formulación condensa tácticas de documental (el registro real de las acciones, la no interferencia del punto de vista), libertades de la NouvelleVague, espíritu bressoniano, ascetismo melvilliano, humor chocante y cadencia particular entre Jarmusch y Kaurismäki y, claro está, recursos y tempo propios del mejor Scorsese. Y a todo ello se debe añadir una banda sonora del guitarrista Perry Botkin burlona y minimalista por completo antológica, aunque (muy) deudora de la de El tercer hombre.
La escena de créditos que recoge la parsimoniosa manera de vestirse de Claude, de quien nada sabemos, presenta ya la cadencia, entre sensual y transcendente, del Travis Bickle preparándose deTaxi Driver. El propio Scorsese reconoce esta secuencia como la génesis formal de la suya propia, a la cual se une el hecho de que la génesis conceptual proporcionada por Paul Schrader (y tantas veces repetida luego por el mismo, bien como guionista, bien como director) se encuentre en el Pickpocket (1959) de Robert Bresson, film con el cual se ha emparentado a Murder by contract. ¿Quizás el secreto de la rara sintonía entre dos sensibilidades tan, en principio diferentes como las de Scorsese y Schrader se encuentre en la manera singular en el que la propensión a lo popular (y visceral) de uno se imbrica de manera tan inesperada como coherente con la necesidad intelectual (pero no menos visceral) del otro?.
De regreso Murder by contract cabe señalar otra de sus características más sofisticadas: su disolvente discurso paródico. Claude es la caricatura distorsionada del buen americano (el mismo dice que puede hacer lo que hace y tan bien como lo hace por ser un ciudadano respetuoso con la ley), un muchacho formal con aspiraciones pequeñoburguesa para el cual el asesinato no es más que otra labor de autodisciplina y control. Un trabajo serio en el que hay que cuadrar las cuentas (Lerner no se priva de mostrar el detalle de un cuadernillo en el que vemos como aumenta su caché con los trabajos). Este componente humorístico derivará en una segunda mitad donde la trama/excusa noir es sumergida en un tono de comedia del absurdo mucho menos logrado que todo lo anterior, focalizado en el periplo angelino de Claude en compañía de dos estrafalarios guardaespaldas con la misión de escoltarlo a todas partes y con los cuales entabla unabeckettiana (polanskiana, por continuar con las sugerencias transtemporales antes mencionadas) relación determinada por su ordenación dentro del espacio del encuadre, llena de diálogos que se enroscan sobre si mismos, monólogos sobre la metafísica del oficio matar y visiones acres dela Norteamérica luminosa del momento -Claude ni mata a mujeres, ni usa armas. Lo primero incorpora un ítem más que tiene que ver con la misoginia del protagonista, un transtorno más bien sexual que le lleva incluso a dedicar un desquiciado monólogo humillante a un camarero que le sirve una taza manchada de carmín. Lo segundo permite una reflexión, quizás obvia sobre las facilidades para armarse en los USA que se concretan en al visita a una armería y el subsiguiente diálogo paródico sobre que va a emplear un tanque que alquilará fingiendo ser para una película y con el tirará abajo la casa del objetivo-.
Frente a la cortante abstracción (de espacios, de montaje, de diálogos) del primer bloque, centrado en el Claude inhumano, infalible, que escala desde un primer contrato hasta ejecutar al hombre que realizó este primer encargo remarcando así un círculo perfecto, el segundo opone la humanización del asesino: nervioso, falible, incapaz de eliminar a su objetivo incluso teniéndolo, literalmente bajo sus manos. Por desgracia esta segunda parte reclama un mayor sentido de la narración, ya que en oposicón a la recogida de instantes y acciones aisladas del primero presenta un avance de la historia paralelo a la evolución del carácter del anti-héroe. Y si bien Lerner es capaz de, mediante los cambios de planificación/estilo remarcar ese “Yo” de Claude que emerge, careced de la pericia (y de los medios) para concretar una narración a la misma altura.
El resultado final, imperfecto, extravagante, forzado en ocasiones, insólito siempre, permanece inagotable, una fuente misteriosa interconectada casi en exclusiva a esa otra pieza de fascinante modernidad pobre que es el Blast of silence de Allen Baron en 1961.
Al contario que esta City of fear no es un film-isla. Sus precedentes son claros aunque la alegría sincrética con que se abordan resulta igual de rica, sugestiva y desprejuiciada. Comenzadain media res nos lanzamos contra una pareja (pronto solo uno) de criminales fugados de la cárcel con lo que ellos piensan es una muestra de heroína guardada en una cartucho metálico imposible de abrir, procedente de unos más bien siniestros experimentos gubernamentales realizados con los presos (la acidez ideológica de Lerner sigue vigente en este nuevo contexto). En realidad se trata de Cobalto-60, granulado y altamente radioactivo. El protagonista, nuevamente Vince Edwards, esforzándose ahora en un papel de hombre acosado (y condenado, ya que el envenenamiento es irreversible como el del protagonista de la memorable Con las horas contadas de Rudolph Maté en 1950, solo que este está matándose a si mismo sin saberlo) que le reclama bastante más que su gélida presencia tal y como ocurría en su memorable performance de Murder by contract.
City of fear está mejor contada, más solidamente rodada y tiene mayor empaque que la previa y se nota un cierto incremento del, aun así, magro presupuesto. Por ejemplo a Vince Edwards, que repite, se suman otro par de actores como el sólido secundario John Archer o el otoñal star de los 30 Lyle Talbot. Pero, por el contrario, carece del veneno experimental, del rupturismo y de la capacidad para penetrar, transcender, el tejido del noir, la praxis del género. Esto no quiere decir que carezca de virtudes originales, sino que estas no emanan del film mismo a golpe de intuición sino que son recreaciones, audaces desde luego de retazos de diferentes géneros/tendencias galvanizados por un alma pulp. Aquí están el hombre acosado y la tendencia al police procedural semi-documental de los 40/primeros 50 (desde, y por ejemplo, Orden : caza sin cuartel (1948) de Anthony Mann y Alfred L. Werker con un killer perseguido hasta Pánico en las calles de Elia Kazan, con el virus de la peste amenazando la ciudad de San Francisco), la paranoia atómica, tanto en su versión de ciencia-ficción barata como en al estela del genialEl beso mortal de Robert Aldrich, un prodigio de síntesis de tendencias al cual Lerner cita explícitamente aquí en un par de detalles visuales y de composición, y todo ello bajo esa idea tan noir de la ciudad como elemento vivo, pesadillesco. Todavía presencia determinante, metafísica y física a la vez (aquí tenemos enormes anuncios que parecen indicar/delatar la posición del perseguido, estrechos callejones que lo ahogan, calles, cuadriculadas, que son una ratonera… pero también cornisas, sombras, moteles, trasteros, espacios todos ocultos que lo acogen, incluso rostros que robar para protegerse). Un elemento en proceso de disolución en esa época de mediados de los 50/principios de los 60 en al cual elnoir renovaba su lenguaje disolviendo algunas de sus claves: el blanco y negro por el color y la ciudad por los entornos suburbanos (algo de esto ya había, estilización mediante, en Murder by contract) de esta cuando no directamente rurales.
En este sentido aparece aquí como genuina y fabulosa la labor del gran Lucien Ballard, director de fotografía también del film anterior, tanto en los nocturnos e interiores de agresivo claroscuro como en los exteriores de corte naturalista y excepcional, así mismo, el engaste entre la banda sonora de Jerry Goldsmith, con John Williams al piano, por cierto, y la cadencia de las imágenes logradas mediante un montaje que abandona el corte directo y su transgresor lenguaje por una narrativa más ortodoxa, aunque reservándose dos o tres fogonazos febriles, de planos cortísimos que expresan con singular fuerza los momentos de mayor tensión del protagonista.