En el año 1624, el jesuita portugués Antonio de Andrade arribaba a lo que más tarde se conocería popularmente como el Tíbet. Estas tierras, descritas ya desde un primer momento por el propio monje como un lugar de inigualable hermosura, fueron poco a poco adquiriendo en el imaginario occidental un aire misterioso y legendario. El Tíbet se convertía a golpe de novela y libro de viajes en un lugar ancestral donde cualquiera podía hallar paz y seguridad. Tan marcada fue esta tendencia que aún a principios del siglo XX encontramos en la literatura occidental referencias claras a esta concepción del Tíbet. Novelas como la genial ¨Kim¨ del nobel Rudyard Kipling o la exitosa ¨Horizontes perdidos ¨ de James Hilton son valiosos ejemplos de esta propensión a considerar el techo del mundo como un lugar idealizado. Siendo el utópico Shangri-La, que nos narraba Hilton, una de las expresiones más completas de este Tíbet occidentalizado. Un lugar oculto en las montañas donde gracias al gobierno de sabios monjes budistas no se conoce el hambre, el sufrimiento, el odio o la confusión. ¨En aquellos días de guerra y rumores de guerra ¿Alguna vez soñaste con un lugar donde hubiera paz y seguridad, donde la vida no constituya una lucha, sino un gozo vivo?, rezaba al inicio de la novela. La obra de James Hilton seria también llevada al cine en 1937 de la mano de Frank Capra. Esta escena refleja el momento exacto de la llegada a Shangri-La.
Vemos, por tanto, como el Tíbet no era considerado fundamentalmente un lugar geográfico, sino más bien un conjunto de ideas y representaciones de los sueños europeos. Utilizando la terminología del filósofo y teórico literario Eduard Said, el país de los lamas es asumido como una empresa orientalista más. Cuando un occidental viajaba al Tíbet lo hacía llevando consigo sentencias abstractas e inmutables las cuales se había formado leyendo a otros aventureros previos. Pocas veces se interesaban estos viajeros por algo que no fuera probar los mitos que habían aprendido sobre el lugar. Elocuentes son las palabras de la escritora y periodista Alexandra David-Neel que al llegar a Lhasa en 1924 afirmaba: ¨El Tíbet presenta todas las características de las tierras maravillosas descritas en los cuentos¨.
Sin embargo, ¿Era realmente el Tíbet ese país de cuento? ¿Era verídica esa imagen de unas tierras atrasadas pero felices bajo el gobierno de los lamas? Lamentablemente hemos de decir que no. Donde los novelistas occidentales veían paz y serenidad los campesinos tibetanos solo encontraban explotación y miseria. Recordemos que en los años previos a la invasión china, liberación según la perspectiva de Pekín, un 90% de los tibetanos eran siervos sin tierra. Entre los cuales la esperanza de vida se situaba en torno a los 30 años y el analfabetismo se encontraba en niveles superiores al 95%. Con estos datos es necesario replantearse esta visión idílica del Tíbet y tratar de esclarecer los orígenes de este sistema social más que cuestionable.
El origen de la autoridad lamaísta
Para entender la sociedad que las autoridades comunistas chinas se encontraron en 1950 es imprescindible retroceder unos cuantos siglos en la historia del Tíbet. Concretamente es necesario tener en cuenta que la introducción del budismo en el país se produce entre los siglos VII y IX. Situando la leyenda este acontecimiento bajo el reinado de Songsten (620-649). Y aunque este rey será considerado por la tradición como un Bodhisattva, aquel que renuncia a la iluminación para entregarse a sus semejantes, no será hasta un siglo más tarde cuando bajo el mandato de Thisong Detsen (755-797) el budismo será consagrado como la religión oficial. A estos primeros años de budismo en el Tíbet seguirán los conocidos como los años indocumentados donde se producirá una quiebra del poder central dándose un trasvase del mismo hacia núcleos dispersos bajo el dominio de pequeños nobles o monasterios. Siendo relevante como en las crónicas del siglo XI encontramos un territorio sin un orden central claro, donde distintas ordenes monásticas y nobles luchan por el poder. Es decir, una situación bastante parecida a los primeros siglos del feudalismo europeo. El paisaje de la región se teñirá de numerosas casas-torre, desde donde tanto los monjes como los nobles coordinaran su dominio del territorio y ejercerán presión sobre labradores y pastores.
La situación se prolongara durante años, no siendo hasta el siglo XV cuando la conocida como orden de los gorros amarillos o Gelupas lograra imponer su dominio sobre la región. La orden tras una guerra por todo el país conseguirá implantar un estado monacal, fundando los que serán los monasterios más importantes del Tíbet. Las tres grandes sedes que rodean Lhasa, Drepung, Sera y Ganden, y el de Tashilungpo a 250 kilómetros al sudeste de la capital. Estos lugares, y no las ciudades, constituirán la base de mayores aglomeraciones de población donde se irán constituyendo clases claramente diferenciadas con monjes y siervos a su servicio. De todos estos monjes destacara el que será la encarnación más clara de esta nueva teocracia, el abad del monasterio principal (Drepung) que a partir del siglo XVI será considerado como el Dalia Lama. Figura, cabe recordar, no de origen divino sino creada por un Khan mongol para dar reconocimiento de representante de la región a un sujeto concreto. Este ejercerá el gobierno siempre que cuente con el beneplácito del poder exterior y con la asistencia de un regente mongol.
Esta forma tan peculiar de gobierno junto con la mezcla entre el budismo mahayana y las tradiciones y creencias tibetanas darán lugar a lo que muchos expertos denominan como lamaísmo. Y Lama no es cualquiera, esta será una religión alejada de los comunes. Los cuales no podrán optar a los años de preparación que necesita la vida monacal. Habrá una clara separación entre los dos ámbitos reservándose para los comunes una vida basada en la realización de buenas acciones, mejora del karma, y servicio a las necesidades de los monasterios. Solo así podrán los siervos disfrutar de una futura mejor vida, y los monjes asegurar el mantenimiento del correcto orden de las cosas. En los siglos siguientes la influencia exterior sobre el Tíbet variara gradualmente de Mongolia a Pekín. Sin embargo, en ningún momento será cuestionada la autoridad de los religiosos que llegaran a conseguir en el siglo XVII que el regente pase a ser nombrado entre los principales monjes de los grandes monasterios. Un mayor reparto de poder que tratara de evitar cualquier queja de estos. Los laicos solo accederán a estas estructuras mediante el llamado Consejo del Dalai Lama. Donde cuatro funcionarios, tres seglares de procedencia nobiliaria y uno monacal, asumirán la tarea de colaborar con el Dalai Lama en la administración así como de encauzar peticiones hacia el mismo. El sistema mostrara una gran fortaleza y la clase religiosa vera perfectamente asegurada su preeminencia en el Tíbet. La grandiosidad del Potala fundado en 1648 como residencia permanente del Dalai Lama será una perfecta muestra de la nueva situación. Durante los dos siglos siguientes no serán acometidas grandes reformas en la administración, y solo la creación de una asamblea consultiva de altos laicos y monjes será incluida en la estructura de gobierno del país.
Siglo XX. Nuevos retos para el Tíbet
Tras la calma y aislamiento de los siglos anteriores, el siglo XX supondría para los tibetanos una brusca y rápida toma de conciencia de la realidad que rodeaba al país. Ya en 1904 una expedición militar británica llegaría a tomar Lhasa y aunque los británicos tenían fundamentalmente intereses comerciales, esta rápida ocupación supondría un perfecto aviso de las necesarias reformas que requería el Tíbet. Lugar que parecía mantenerse aun en otro tiempo. Los tibetanos tendrían en este momento la suerte de que el gobierno londinense no quería prolongar demasiado esta aventura colonial, siendo retiradas las tropas británicas a finales de 1904. Sin embargo, esta nueva calma sería algo efímero ya que otra potencia había fijado su punto de mira en el país de los Lamas.
China deseaba extender su influencia política de nuevo en la región del Himalaya y ocuparía militarmente el Tíbet entre los años 1909 y 1910. Solo un nuevo acontecimiento exterior, como sería el estallido de la Revolución China, lograría que el país recuperara su independencia. Hasta el Dalai Lama era ya plenamente consciente de la importancia de emprender serias reformas en todos los ámbitos si el país quería aspirar en un futuro a conservar algún tipo de independencia.
No obstante este no sería un camino fácil. Importantes sectores monacales no veían con buenos ojos la realización de profundos cambios en la administración y el gobierno. Prueba de ello será el fracaso de la tan necesaria reforma militar o la incapacidad de la creación de la conocida como escuela inglesa, lugar donde se pretendía formar a una nueva elite estatal tibetana que tuviera conocimientos sobre la política y el día a día europeo. Solo en la década de los treinta se lograra una reforma de calado como será el sometimiento del Consejo del Dalai Lama al control de la Asamblea Nacional haciendo de sus miembros temporales. Si bien durante estos años muchos altos cargos tibetanos fueron conscientes de la necesidad y de la urgencia de la situación, también muchos fueron los problemas y carencias que se tuvieron que enfrentar y que imposibilitaron un cambio efectivo.
En 1950 el país aún no se encontraba preparado para enfrentar los retos que depararía la segunda mitad del siglo XX. Recordemos que en este año coincidirían el nombramiento del actual Dalai Lama y la invasión china del país. Nada pudo hacer el débil ejército tibetano frente a la fuerza exterior, mejor equipada y más numerosa. Tan desfavorable era la situación que los tibetanos se verían obligados a aceptar en 1951 el famoso acuerdo de los diecisiete puntos, mediante el cual el Tíbet era reconocido como parte integrante de China a cambio de conservar este su singularidad religiosa y administrativa. La cuestión tibetana desde el punto de vista del gobierno de Pekín quedaba así totalmente zanjada. Administradores chinos se unían a la presencia militar en Lhasa, mientras Mao Zedong declaraba triunfante como el pueblo tibetano regresaba al seno de la madre patria. No obstante frente al triunfalismo oficial la situación en el techo del mundo era algo más compleja.
Ya en 1955 se producirían las primeras revueltas y solo cuatro años más tarde las autoridades chinas se verían obligadas a ejercer una dura represión ante las protestas. Se calcula que en los primeros meses de 1959 perecieron varias decenas de miles de tibetanos. Tan grave era la situación que el 17 de marzo el Dalai Lama y sus ministros huían a la India para formar un gobierno en el exilio.
Es interesante destacar como el exilio del Dalai Lama tuvo un gran impacto en la opinión pública occidental. Muchos fueron los que sintieron como el extraordinario paraíso tibetano que siempre habían imaginado corría peligro de ser destruido bajo la perversa dominación china. La situación del país se convertía en toda una novela, donde el mito ya establecido era enormemente reforzado por la lógica de la guerra fría. La imagen de un malvado régimen comunista amenazando el bello y sereno Tíbet era totalmente plausible en la mente de muchos americanos y europeos. Novelas como la exitosa ¨Siete años en el Tíbet¨ de Heinrich Harrer, publicada en 1952, ayudaron enormemente a marcar esta tendencia.
Sin embargo, el gobierno comunista chino no veía el asunto desde unos tintes tan novelescos y al calor de la Revolución Cultural se asestaría otro duro golpe a la estructura religiosa y política de los Lamas. Miles de monasterios serian destruidos o vaciados por la fuerza. Si en 1959 mil setecientos monasterios decoraban el paisaje tibetano, en 1979 solo diez de ellos se encontraban activos. La independencia, como bien recordaría Deng Xiaoping, no era algo discutible. Incluso en 1988 el propio Dalai Lama, en la denominada ¨Propuesta de Estrasburgo¨, renuncio a la independencia en favor de una verdadera autonomía dentro de China. Pekín conseguía así uno de sus principales objetivos, aunque como bien demostraron las revueltas de 1989 aún quedaba un largo camino por recorrer antes de que la población local aceptase totalmente su presencia. El elemento religioso, pero también un sentimiento nacionalista de rechazo a China han sido los principales motivos que han llevado a la protesta a los tibetanos en estas últimas décadas. Las revueltas y manifestaciones de 2008 hacen pensar que la historia se repite. La violencia entre chinos y tibetano quedo patente ante la comunidad internacional. China ha tenido que comprobar como con los años la cuestión nacionalista y religiosa ha sido más fuerte que el recuerdo de un pasado de extrema pobreza y servidumbre. El conflicto sigue aún abierto.
Por otro lado, en Occidente los anteojos del mito tibetano siguen aún impidiendo a gran parte de la opinión pública tener una idea clara de los hechos allí acaecidos. Visiones novelescas y maniqueas han sido la pauta en los últimos años. El mito de Shangri-La incentiva aun la imaginación y las fantasías. El país geográfico y el imaginario están lejos todavía de encontrarse.