No sé si la cara de Rajoy cuando anuncia cosas me intriga o me da miedo. Se queda pálido y con ese tic en los ojos, que se le ponen como platos de manera espasmódica. Sus palabras, parece que arrastradas por el significado terrible del discurso, sufren recortes y entonces las altera, omite o atropella. Lo veo ahí, en el estrado del Congreso, e imagino que intenta tragar la saliva que no le queda, estrujando la garganta que se le ha vuelto de esparto, agarrando los folios y levantando la mirada lo justo como para no distraerse del maléfico guión que otros, a miles de kilómetros de distancia, le han escrito. Mientras tanto, la oposición hace tímidamente su papel y sus compañeros de partido, como dicta la sinopsis que tiene Mariano entre los dedos, vitorean cada catástrofe anunciada, en pie, con orgullo y firmeza. Luego, al regresar a su escaño, se sienta y sus adláteres se levantan, girando como autómatas la cabeza hacia su asiento, y empiezan a palmotear al unísono. Tal como estaba previsto.La imagen es tenebrosa por lo autómatico del gesto: todos ahí, con los cuellos torcidos en el mismo ángulo y la mirada clavada en su líder, aplaudiendo al mismo ritmo. Como en el día de su investidura, sólo que ahora lo que se anuncia es el principio del fin del estado del bienestar, la agonía de la clase media española y el comienzo de un calvario para los asalariados del país.El presidente del Gobierno dice que le ha resultado muy complicado tomar estas decisiones, que no es lo que él quería hacer, pero que es algo totalmente necesario. “Hay cosas que hago y no me gustan, pero creo que el Gobierno tiene los objetivos claros”, dijo este miércoles en las Cortes. Y no le falta razón. Mariano Rajoy es un ejecutor, el actor principal del serial redactado en un despacho del Deutsche Bank, y es muy fácil hacer lo que sea cuando te limitas a hacer lo que te ordenan, cuando no tienes que cargar con la culpa porque el manual de instrucciones está en alemán.Haré una analogía con un bello momento de mi vida, afín a la temática que ha caracterizado mis últimas entradas, tan acorde con la época actual. A mí me sucedió lo mismo, pero a la inversa, cuando me quitaron los pañales. Después de un tiempo de felicidad absoluta, de cagar y cagar sin parar ni pensar en las consecuencias, de polvos de talco, frescor y caricias después de cada truño, llegó el infierno, el aguantar y sufrir manteniendo el tipo, los apretones en plena calle sin una voz amiga que te dijera: “Defeca, defeca en paz que yo lo recogeré en unos trapos mullidos y te limpiare el culete al terminar”. Pues tras retrasar los Presupuestos Generales hasta el infinito, resistirse a comparecer ante su país y autosometerse a un arresto domiciliario sólo obviado para viajar a Polonia y Ucrania “porque ya todo está resuelto”, él ha encontrado en Europa su pañal. El problema es que, al final y como siempre, nos va a tocar a nosotros limpiar.