Andan los dirigentes europeos preocupados con planificar el pago de las pensiones de los que hoy pagan sus cuotas a la seguridad social a través de su nómina o de su prestación por desempleo (los pudientes tienen sus propios planes de pensiones). En realidad no deberían hacerlo, preocuparse los unos, que de pagar el resto sí, religiosamente además, a pesar del laicismo que envuelve tanta ciudad con catedral de renombre. Y no tendrían que angustiarse, ni angustiarnos, buscando una solución, pues han demostrado tantas veces que no saben lo que va a pasar mañana, ni son capaces de explicar lo que sucedió anteayer, que hablar de desequilibrio con tantos años vista es sorprendente, como si en el envejecido continente no cupiesen las catástrofes naturales o las armas de destrucción masiva. Visionarios que son. Con lo sencillo que es resolver la ecuación: si mañana se prevé un aumento de ciudadanos, y ciudadanas, con derecho a recibir una pensión o bien aumentamos la recaudación o bien disminuimos el número de ellas -si emplease aquí el masculino podría referirme a las personas y la intención es única hacia las cantidades a percibir-. Formas hay mil: desde no pagar las que correspondiesen a cada cuál sino ser todas de igual cuantía (al estilo de bienvenida al recién nacido) a hacerlo por tramos (según recaudación de impuestos, "reajustando" las de los propietarios de planes particulares), que cansados como estaremos de doblar la espalda cual nipón ante su emperador a nadie le quedarán ganas de armarla, pues seremos los mismos que hoy ante las injusticias administrativas no decimos ni Pamplona, perdón Iruñea, desde no pagar, por tanto, hasta que la madre Europa acoja en su seno a cualquier ciudadano eslavo, otomano o norteafricano con sentido de la unión y hacer que sus impuestos vayan a nuestros geriátricos. Porque derivar por ley hacía las arcas del estado todo lo que los funcionarios españoles pagan a las mutuas privadas, ahora que se les ha callado la boca dejándoles entrever que si bien no hay subida en las nóminas próximas tampoco tendrán nuevos compañeros, y compañeras, de quien recelar, sería pensar como nación, no como el gran Estado hacia el que caminamos juntos y cuyos pilares nos empeñamos en levantar sin reparar en los cálculos del forjado. Bueno, juntos pero con la angelita Merkel mosqueada porque después de años mandando toneladas de cohesión al otro lado de sus lejanos Pirineos, todavía no vean a los españoles sino por el retovisor y con el gris Mr. Bown riendo entre dientes el descreimiento de los suyos hacia euro, el centímetro, el litro, cuando la preocupación por el bronceado balear o levantino de sus mayores o el llanto por las disculpas de los muchachos que atravesaron los océanos para grandeza de la Casa de Windsor se lo permiten.
Fórmulas que garanticen el bienestar, el retiro de los carreteros, no tanto como del pasto de los bueyes, hay y variopintas. Y seguro que algunas inimaginables hoy, como lo fue en su momento la historia de Rebecca Rolfe, Pocahontas para la historia, Matoaka para su pueblo, que murió pocos días después de descubrir que el mundo occidental se cimentaba sobre las mentiras. Para ella, que había crecido sin enfermedades, el progreso significó el adiós. Tenía 21 años. Nunca cobró su jubilación. En aquella época no había derecho a ello, en efecto. Quiero imaginar que el Estado no se alegró pensando en futuros ahorros.
A nadie importó si las últimas fiebres de Pocahontas le produjeron un sueño de vientos y árboles o de palacios y espantos.