Esta Nochebuena, el tío Iván se apareció en casa provisto de un pequeño arsenal de fuegos artificiales. Mamá le dijo que de ninguna manera iba a permitir semejante despliegue de artillería en el jardín, que era muy peligroso para los chicos ―¡qué rabia me da cuando ella, alegremente, nos hace quedar como tarados!―. Pero el tío, que ejerce de concejal y tiene la palabra entrenada para salir airoso ante cualquier discusión, pudo convencerla de que nada malo nos iba a pasar ya que sólo oficiaríamos de mirones. Así, a las doce en punto, mientras todos brindaban, Matías, Rubén y yo, aplaudimos el despegue del que sería el primero y último de «Los Patriots del tío Iván». Enseguida, un reno cayó sobre el arbolito de Navidad del jardín; otro, entre las mollejas y chinchulines que quedaban en la parrilla; y otro fue a parar al fondo de la piscina a fabricar burbujas. En tanto, Papá Noel abrió un agujerazo ―dado su consabido sobrepeso― en el techo del living. Mamá no esperó a que cayese el último de los renos para echarle la bronca al tío. Matías y Rubén están preocupados porque tal vez no lo vuelva a invitar, comparto su aflicción, sobre todo después que ella le dijese «¡Olvidate que tienes una hermana!». No obstante, me puede la envidia: ¿por qué nosotros tuvimos que ligarnos al viejo y todo su bichaje, mientras la bolsa repleta de juguetes fue a dar a la casa del odioso de Alvarito?
Texto: Gabriel Bevilaqua
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