En las estribaciones septentrionales de la Sierra del Coto, al sureste del término municipal alicantino de Pinoso, a media docena de kilómetros de esa población, se localiza la pedanía de Las Tres Fuentes. En 1936, mi abuelo materno, Enrique Verdú Albert, llegó hasta este paraje tan agreste como escarpado huyendo de la barbarie. Tiempos atrás, había recalado en Alguazas, donde formó una familia y se hizo comerciante. Durante la Segunda República, fue concejal en esta corporación murciana -desde mediados de 1933 hasta febrero de 1936- por el partido de Acción Popular, la formación derechista que dirigía José María Gil-Robles.
Mi abuelo no tenía enemigos. Por lo menos, eso creía él. Al poco de estallar la Guerra Civil, según me contó cuando la curiosidad adolescente me llevó a preguntárselo, se encontraba en un bar del pueblo. Alguien lo saludó en la distancia y él respondió alzando el brazo. Uno de los presentes creyó ver en ese gesto un saludo fascista. Es más, directamente y a voz en grito lo acusó de ello. Mi abuelo trató de hacerlo entrar en razón, explicándole que había sido una reacción espontánea y que en nada tenía que ver con lo que él suponía. El tipo no debió quedarse muy convencido. No hay más que imaginar la tensión que se viviría en esos días, tras el estallido del 18 de julio, y las suspicacias que existirían entre los dos bandos. Por su procedencia ideológica, es de suponer en qué lado estaría mi abuelo, lo cual no significaba que estuviera dispuesto a empuñar las armas y hacer uso de ellas.
Un buen amigo, al tanto de lo sucedido, le recomendó que se marchara del pueblo. “Si no lo haces, ten por seguro que van a ir a por ti”, le dijo. Habían comenzado ‘los paseos’ y ‘las sacas’. Mi abuelo, en principio, no dio crédito a aquellas palabras. “¿Pero cómo un conocido mío, alguien con quien incluso había compartido cafés y partidas de cartas, podría hacer algo así?”, me contó que se llegó a preguntar.
Lo cierto es que, ante la insistencia y el cariz que tomaba aquello, se planteó seriamente poner tierra de por medio. Pensó que lo mejor sería marcharse a una zona que conocía muy bien, donde había nacido a comienzos de siglo y por la que había correteado en su niñez y adolescencia: la sierra de Pinoso. Allí se fue, lejos de los suyos, permaneciendo oculto en un escondrijo, protegido por el silencio de familiares, sin que los niños que a veces merodeaban por allí supieran nada, y al que de noche le hacían llegar comida y ropa limpia. Varias veces fueron a buscarlo, pero la ‘expedición’ retornó una y otra vez sin dar con el ‘fugitivo’. La estupidez y la crueldad se enseñoreaban de España, como escribiera por entonces Chaves Nogales. Este sería el secreto de mi familia durante aquellos interminables días de vida larvada.
En 1977, Manu Leguineche y Jesús Torbado publicaron ‘Los topos’, la historia desgarradora de esos hombres de izquierdas que permanecieron ocultos durante muchos años tras la victoria franquista. Algunos, hasta el final de la dictadura. Mi abuelo fue un topo durante buena parte de aquella guerra. Un topo en el otro bando. De no ser así, y si todo hubiera discurrido de forma más trágica y sus restos yacieran en una cuneta o fosa común, tengo claro que yo también pelearía por localizarlos para reponer su memoria. Sería lo justo. Con todo, recuerdo que en cuantas conversaciones le escuché, nunca sus palabras destilaron dosis de furibundo rencor ni revanchismo hacia los que lo obligaron a permanecer oculto, pasando miedo, frío, incertidumbre y calamidades. Aquello ocurrió y, aunque quedara en su retina, jamás supuso para mi abuelo vivir en una inquina permanente. Creo que había optado por pasar página. Quizá porque siempre creyera, como alguien dejó dicho, que el odio era solo la venganza de un cobarde intimidado.
[‘La Verdad’ de Murcia. 2-8-2018]