Luciano Bianciardi (Grosseto, 1922 – Milán, 1971) escribió golosinas para quienes nos consideramos «letraheridos», ya que sus libros retratan, precisamente, el ambiente intelectual y sus tejemanejes. Errata naturae ha recuperado su trilogía más aclamada: El trabajo cultural (1957), La integración(1960) y, sobre todo, La vida agria(1962); tres crónicas lúcidas y con desparpajo sobre el panorama cultural en la Italia de los años cincuenta y sesenta, basadas, cómo no, en su propia experiencia. Fue una época de crecimiento económico, de entusiasmo por modernizar el país después del fascismo y la Segunda Guerra Mundial; y él era un joven ansioso por llevar a cabo esas innovaciones. Aunque ha llovido mucho desde entonces, todavía se pueden reconocer algunos rasgos del mundo editorial y los individuos que lo habitan en estas páginas.Bianciardi no fue un intelectual de despacho: después de trabajar como profesor en su ciudad, se mudó a Milán para incorporarse a la recién nacida editorial Feltrinelli. Sin embargo, nunca se adaptó a la dinámica de la oficina y fue despedido. A lo largo de su vida desempeñó varios oficios, además de escritor (traductor, periodista, bibliotecario, editor), y se caracterizó por su espíritu indomable. Anarquista, impulsivo, incendiario, su incapacidad (o su negativa, según se mire) para adaptarse a los mandatos del circuito cultural lo fue apartando de sus colegas. Terminó sus días deprimido y consumido por el alcohol, que propició su temprana muerte. El Bianciardi que firma estos libros, no obstante, es aún un autor en estado de gracia, desencantado con su entorno, porque ya había aprendido cuán difícil era remodelar las viejas estructuras, pero fresco, irreverente y mordaz, tan próximo a su realidad inmediata que se ha convertido en un referente para comprender ese air du temps.
¿Por qué había hecho falta una guerra para que comprendiésemos que existen dos Italias? Por una parte, la Italia de los campesinos, los que trabajan y luego hacen las guerras; por otra, la Italia del señor general, del obispo, del secretario general fascista. ¿Y nosotros qué hacemos? Tenemos que elegir un bando u otro. Nosotros hemos estudiado, decía Marcello, pero lo que hemos aprendido no servirá de nada si no nos ayuda a entender los motivos de los campesinos; si no nos ayuda a evitar tener que dirigirlos por enésima vez, el día de mañana, y morir a su lado sin habernos mirado a la cara siquiera, sin habernos entendido nunca.(Págs. 49-50)El trabajo cultural, en concreto, rememora su periplo en una ciudad de provincias de la Toscana, un lugar que por tradición no había ejercido de centro de actividad intelectual, pero se estaba transformando para erigirse en motor del cambio. El narrador, alter ego de Bianciardi, mezcla las vivencias personales (como la de su hermano Marcello, chico estudioso, antifascista, que se dedica a la enseñanza y sin embargo está casado con una mujer analfabeta: el acercamiento real al proletariado) con la vida cultural de la ciudad.Se propagaban las iniciativas, los encuentros, los cineclubs. En el primer capítulo, hace una defensa brillante de las cualidades de la provincia como espacio alternativo (más libre, más cercano a la gente corriente) de creación y difusión:
La provincia, culturalmente, era la novedad, la aventura por experimentar. Un escritor debería vivir en la provincia, decíamos; y no sólo porque aquí es más fácil trabajar, porque hay más tranquilidad y más tiempo, sino porque la provincia es un terreno de observación excelente. Los fenómenos sociales, humanos y consuetudinarios, que en otros lugares aparecen dispersos, lejanos y a menudo alterados, indescifrables, en suma, aquí los tienes a mano, compactos, cercanos, exactos, reales. (Pág. 25)En general, las reflexiones están vertebradas en torno a la idea de hacer la revolución, es decir, de acabar con la concepción conservadora del arte (y, por extensión, de la política y la sociedad en conjunto, porque cualquier creación resulta inseparable de su contexto), asociada al pasado negro de Italia. La generación joven aspira a generar una alternativa, que renueve los cimientos del sistema y sea más crítica, más afín al obrero, a los desfavorecidos, más progresista. Es, por supuesto, una ambición ingenua, como toda utopía, y el autor la relata consciente de los errores, haciendo autocrítica al echar la vista atrás. Aun así, pese a no calar del todo en la cultura dominante, introdujo novedades de mucho valor, como la apertura a otras sensibilidades artísticas, comprometidas, nuevas. El cine tuvo un papel fundamental:
… el cine creaba un espacio y un tiempo propios, nuevos, inconmensurables. […] dos horas de espectáculo pueden contar un acontecimiento que dura años, y que se desarrolla en tres continentes o en la luna. En dos horas, una película también puede analizar una única situación, escindirla en sus hebras mínimas y darnos, de un hecho que en realidad dura diez minutos, una visión poliédrica de dos horas. ¿Puede hacer eso el teatro? ¿Puede el teatro trasladarnos en el espacio, darnos una imagen múltiple de un mismo objeto, cambiar, como se suele decir, el ángulo? (Pág. 62)
… en líneas generales, nuestro programa debía abarcar películas soviéticas, películas de países con una democracia joven, películas norteamericanas democráticas y películas italianas neorrealistas. (Pág. 67)
Luciano Bianciardi
En suma, he aquí un texto afilado, preciso, corrosivo, con fragmentos dignos de apuntar (y no por «bonitos», sino por la inteligencia de sus análisis y la contundencia de ciertas afirmaciones, algunas aún vigentes, que suenan como una bofetada: «En Italia, la crisis se complica por el hecho de que muchísimas personas escriben y poquísimas leen», pág. 84). En el fondo, se trata de una crónica sobre el final del sueño, el final de la revolución. Pesimismo, desengaño, renuncia; la otra cara de la moneda. Pero, aunque no cuajara como ellos hubieran querido, esta lectura de su lucha por hacer realidad ese ideal sigue siendo estimulante. Y divertida.