El trabajo es un castigo de los dioses

Por Cayetano
Imagen libre de Pixabay
El lunes —maldito día— me viene el jefe echándome en cara que me dedico a hacer fotocopias de mis cosas, de fotos de tías en pelotas y eso, y pasárselas a los colegas. Y va y me castiga a quedarme en la oficina por la noche a hacer guardia, junto a una columna horrible, imitación del orden jónico griego, que está en medio de la sala de ordenadores. Y me quedo mirando sus volutas, que tienen un poder hipnótico sobre mí, y comienzo a dar cabezadas y tengo una pesadilla: un águila me devora las entrañas. El dolor es insoportable. Luego, cuando amanece, mi torturadora se esfuma y los dolores cesan. Ya no hay sangre, la piel ha vuelto a crecer. Todo en su sitio. Me tomo un café de máquina, inmundo pero calentito, y vuelta al tajo.

Martes. Ni te cases ni te embarques. El encargado del almacén viene a buscarme. Me dice que, de parte del jefe, debo llevar las carpetas de archivos del departamento a la tercera planta, por las escaleras, porque el ascensor está roto. Después de cagarme en el padre de mi jefe —en voz baja, eso sí—, comienzo la tarea. Subo, bajo, vuelvo con la carga, regreso, jadeo, un viaje, otro viaje, más jadeos... La lengua fuera. Manchas de sudor en la camisa. Ya no tengo resuello. Yo no hago más que subir las carpetas esas, pero no sé quién es el cabronazo que las vuelve a bajar. Y yo venga a subirlas. Y alguien a bajarlas. Y así todo el maldito día... Alguien me la tiene jurada.

Miércoles. Pedrito, el diseñador, y un servidor comentamos las curvas maravillosas y los volúmenes de las chicas de la revista que ha traído Luis, el conserje, y que le hemos pedido prestada para admirar a sus protagonistas y, de paso, aprovechar para hacer unas fotocopias a color de lo que hemos considerado más interesante. Lo malo de todo es que el jefe nos ha vuelto a pillar, y aunque le hemos dicho que lo que de verdad nos interesa de la revista son sus magníficos artículos de opinión, nos ha lanzado un rayo con su mirada aviesa, ha dicho que nos descontará del sueldo el tiempo perdido, el gasto de papel y el uso de la fotocopiadora. Se ha ido cabreado diciendo que somos unos pervertidos y que la oficina cada vez se parece más a Sodoma y Gomera. Textualmente, eso dijo. Solo le faltó echarnos una lluvia de fuego. Y además se llevó la revista.

El jueves, diluvio. Toda la noche lloviendo. Amanece y sigue la lluvia. Me pongo la gabardina para salir a la calle. Cojo el paraguas. Me empapo los pies y el bajo de los pantalones. Los calcetines están mojados. Tengo agua hasta en los bolsillos. Consigo llegar al metro que me conducirá al trabajo. Llego. Dejo la gabardina en el perchero y el paraguas en el paragüero. Me siento en mi mesa de trabajo. Sin que nadie se percate, me quito los zapatos y los calcetines los pongo a secar en el radiador. Maripuri, la secretaria de dirección pasa por mi lado y dice que huele a perro mojado. Yo me hago el sordo y pongo cara de bobo.

Viernes: doce cosas. No una ni dos, sino nada menos que doce trabajos me encarga el jefe de personal. Y yo con dos manos tan solo. Pero pude con todo: limpiar el aseo de caballeros, que daba asco verlo, pues se nos puso mala Lola, la que limpia la oficina; capturar la piraña del acuario que está en la entrada de la oficina —y asusta a los clientes— y tirarla por el retrete; robarle la manzana del desayuno a Lucas, pues le apetecía mucho al jefe de personal; etc. Lo que más trabajo y disgustos me dio fue ir a casa de este y sacar de paseo a su pitbull. Cuando fui a ponerle la correa, me pegó un mordisco en la mano y otro en la pierna. Me desgarró el pantalón. Casi me mata. Menos mal que llevaba yo en el bolsillo un hueso de esos del supermercado y el bicho se entretuvo con él todo el rato y a mí me dejó en paz.

Sábado. Un día extra que regalamos a la empresa por la cara. Hay que hacer evaluación semanal. Luego, un simulacro de incendio. Muy divertido todo. Al mediodía, compadecidos y magnánimos los del consejo de dirección, nos dejan irnos a casa para conciliar la vida laboral con la familiar. Cuando llego, mi mujer se ha ido con los niños a pasar el finde con su madre. Me deja una nota. Nada amable, por cierto. Me pone a bajar de un burro. Me llama calzonazos y cobarde por no enfrentarme al jefe. Por si fuera poco se ha roto el frigorífico. He de comprar otro urgentemente. Bajo. Cojo el coche. Me voy al "Carreful" y lo encargo. No lo traen hasta el martes. Vuelta al coche. Atasco por accidente. Un vehículo ha volcado en medio de la autovía. Unos gamberros han aprovechado para hacer allí una barricada. Dicen no sé qué de irse de las casas de sus padres porque corean la palabra independencia. Vuelcan otros coches de los conductores que se les ponen gallitos y los queman ( a los coches, no a los conductores). ¡Esto parece el infierno!

El domingo es el día del jefe. No se trabaja. Me quedo en casita todo el día y aprovecho para no ir a la iglesia, ni a la sinagoga, ni a la mezquita, ni al salón evangelista, ni al templo de Debot, ni paso por la agencia de viajes donde tienen una foto del Partenón y otra del templo de Poseidón. Me cago en Zeus y en todos los del Olimpo. No quiero saber nada de dioses, ni de dogmas de fe, ni de nada parecido. Así que me tumbo en el sofá todo el día, en pijama. Me cojo un libro gordo sobre la historia del ateísmo, me abro una lata de cerveza —caliente, eso sí— y me dispongo a disfrutar de mi día libre. Luego, ya por la tarde, me acuerdo, amargado, que al día siguiente es lunes y que toca otra vez empezar, como Sísifo, como Prometeo, como Hércules... o como Noé el día del diluvio.

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Texto publicado originariamente en La Charca Literaria.
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