El filósofo alemán Arthur Schopenhauer, irascible y misógino, pesimista y huraño, posó el año antes de morir (o sea, en 1859) para que la joven escultora Elisabeth Ney, sobrina nieta de un mariscal de Napoleón, le realizara un busto. Esta inusual concesión estética, aparentemente frívola, es utilizada por Fernando Savater como base para su obra teatral El traspié, que publicó en 2013 el sello Anagrama.En ella, el filósofo donostiarra fabula sobre una tarde en la que, a punto de ver ya terminado su trabajo, Elisabeth Ney escucha del anciano Schopenhauer sus opiniones sobre Hegel (“aborrecible criatura ministerial”), sobre los 27.000 años de duración que tendrá su fama futura (el cubo de los 30 años de ignorancia que sus contemporáneos le han prodigado), sobre Fichte y Schelling (“nombres para el ridículo y después para el olvido”), sobre la necesidad del aislamiento para las grandes mentes (“Los espíritus superiores tenemos que elegir entre la vulgaridad o la soledad”) o sobre el tráfago de la sociedad moderna (“Estoy convencido de que hay una proporción directa entre la cantidad de ruido que es capaz de soportar alguien sin inmutarse y el vacío que tiene en su cabeza”). Pero, sobre todo, le escucha definir la vida como un traspié, glosado con una imagen muy plástica: “Salimos al escenario trompicando, hacemos esfuerzos para conservar el equilibrio, damos bandazos desordenados, nos tambaleamos más y más hasta caer finalmente para no levantarnos”.Tal conversación, que podría haber resultado áspera y aburrida, se convierte en las hábiles manos de Savater en un encuentro chispeante, intenso y muy ameno, gracias también a la intervención de dos personas externos: la vieja ama de llaves Margaret Schnepp (gruñona y fanática religiosa) y don Rodrigo de Zúñiga (un traductor español que quiere verter una antología de Schopenhauer al castellano y, de paso, coquetear con Elisabeth).Una obra tan curiosa como enriquecedora.
El filósofo alemán Arthur Schopenhauer, irascible y misógino, pesimista y huraño, posó el año antes de morir (o sea, en 1859) para que la joven escultora Elisabeth Ney, sobrina nieta de un mariscal de Napoleón, le realizara un busto. Esta inusual concesión estética, aparentemente frívola, es utilizada por Fernando Savater como base para su obra teatral El traspié, que publicó en 2013 el sello Anagrama.En ella, el filósofo donostiarra fabula sobre una tarde en la que, a punto de ver ya terminado su trabajo, Elisabeth Ney escucha del anciano Schopenhauer sus opiniones sobre Hegel (“aborrecible criatura ministerial”), sobre los 27.000 años de duración que tendrá su fama futura (el cubo de los 30 años de ignorancia que sus contemporáneos le han prodigado), sobre Fichte y Schelling (“nombres para el ridículo y después para el olvido”), sobre la necesidad del aislamiento para las grandes mentes (“Los espíritus superiores tenemos que elegir entre la vulgaridad o la soledad”) o sobre el tráfago de la sociedad moderna (“Estoy convencido de que hay una proporción directa entre la cantidad de ruido que es capaz de soportar alguien sin inmutarse y el vacío que tiene en su cabeza”). Pero, sobre todo, le escucha definir la vida como un traspié, glosado con una imagen muy plástica: “Salimos al escenario trompicando, hacemos esfuerzos para conservar el equilibrio, damos bandazos desordenados, nos tambaleamos más y más hasta caer finalmente para no levantarnos”.Tal conversación, que podría haber resultado áspera y aburrida, se convierte en las hábiles manos de Savater en un encuentro chispeante, intenso y muy ameno, gracias también a la intervención de dos personas externos: la vieja ama de llaves Margaret Schnepp (gruñona y fanática religiosa) y don Rodrigo de Zúñiga (un traductor español que quiere verter una antología de Schopenhauer al castellano y, de paso, coquetear con Elisabeth).Una obra tan curiosa como enriquecedora.