“Siempre supe que el cansancio produce una especie de agradable resignación, una derrota placentera, como cuando al final de una pelea descubre uno que hay un momento en el que incluso resulta analgésico el dolor. Un día alguien me ofreció trabajo y acepté casi a regañadientes, temeroso de que la relativa prosperidad acabase con mi independencia y modificase mis vicios. Fue entonces cuando Carlos Herrera se fijó en mí y me llamó a su lado. No le importó que fuese errático e imprevisible, ni que pudiese despertar cualquier día en el cadáver apócrifo de otro hombre. Aunque ahora parezco más cumplidor, en el fondo sigo siendo el de antes, el de siempre, el periodista iconoclasta y descreído que a veces se queda mirando a una mujer porque le parece haber visto el rictus de su ligadura de trompas en la sonrisa pagana de Dios“.
José Luis Alvite.
Así terminaba una de sus columnas el Sr. Alvite, en la que hacía referencia a su gusto por ver partir los trenes, cuya salida le provocaba una agradable congoja. Me hizo recordar a mi los tiempos en que viajaba a Oviedo en el omnibús de León, un antiguo convoy con vagones que ofrecían solo departamentos de segunda clase, cerrados por una puerta corredera que siempre hacía un ruido característico. Pasé muchas tardes de una primavera temprana en aquel tren que aún ofrecía calefacción al pasaje, ocasionando ese sopor postprandial entre Veriña y Serín, antes de soportar el tedio de competir contra mis propios compañeros por estar entre los que aprobaban las asignaturas, que anunciaban descaradamente una selección antinatural entre adolescentes universitarios. Era el medio más económico de desplazarse a Oviedo, y mi situación entonces, estaba muy lejos de poder costear un vehículo propio e incluso el autobús, algo más caro. Pasaron los años, y todavía hoy miro con nostalgia el edificio de la vieja estación, hoy Museo del Ferrocarril, y los viejos vagones, convertidos en pieza de exposición, haciéndome sentir que empiezo a ser demasiado viejo para todo esto.