El tren se aleja

Publicado el 29 octubre 2019 por Manuelsegura @manuelsegura


La canción ‘500 millas’ la compuso a comienzo de la década de los sesenta del pasado siglo la estadounidense Hedy West, si bien quien la haría popular sería Joan Baez. En España, por aquellos años, la adaptaron Los Mustang (“En el tren que se alejó, va mi amor que me dejó…”) y supongo que ella se la había escuchado a ellos cantarla en la radio. Es lo que recuerdo de aquel viaje en ferrobús, entre mi pueblo y otro no muy distante en el que residía una de sus amigas de juventud a la que iba a visitar. Yo andaba esa tarde por el andén de la estación, tirando de un carrito, junto a mi padre, cuando la vimos subiendo a ocupar su asiento en el vagón, dispuesta para partir. Le pidió a su cuñado llevarme con ella, algo que yo no debí aceptar de buen grado, pues recuerdo lejanamente que, nada más arrancar, rompí a llorar y que, para calmar mi llanto, ella me cantaba ‘500 millas’ ante la mirada de aquel revisor que ‘ticaba’ los billetes, tocado con su gorra ferroviaria, mientras yo observaba por la ventanilla a mi padre despidiéndonos con la mano.
Es, quizá, el recuerdo más antiguo que tengo de mi vida; y en él ya estaba ella. Como ocurrió en mi primera foto, con pocos días, los dos recostados en la cama del dormitorio de su modesta vivienda. Luego vinieron años de cercana convivencia, de prestar todo el apoyo que se le puede brindar al primer sobrino varón y, ante todo, de incuestionable cariño. Suplía a nuestra madre en cuantas vicisitudes se nos presentaban en su ausencia y su solo timbre de voz generaba una probada autoridad moral sobre nosotros. Trabajó mucho; primero, ejerciendo las veces de una madre que perdieron siendo muy críos y, luego, cuidando a mi abuelo mientras, a la vez, tenía que ganarse el sustento. Abrió con su hermana un negocio de comestibles, que ella regentaba, y que duró algo más de una década, hasta que irrumpieron los hipermercados y acabaron por liquidar al pequeño comercio en los pueblos cercanos.
Siempre ha sido una más en el núcleo familiar de mi casa, parte consustancial en los buenos momentos y, también, en los malos, aportando sacrificio, entrega y abnegación. La comprensión de mi padre ante aquel reagrupamiento, con la incorporación de la hermana de su mujer, siempre me pareció digna de admiración. Fue, además, de las primeras en ofrecerme apoyo incondicional ante cualquier naufragio. Y nos ha enseñado que no hay nada más valioso que lo que se aleja de cualquier objetivo material en la vida. Desprendida en lo económico, jamás tuvo ni manejó grandes dividendos si bien, de haberlo hecho, estoy convencido de que su generosidad hubiera sido ilimitada.
Cuando repaso sus fotos de juventud en nuestros álbumes familiares, la veo sonriente y rodeada de amistades, como sin temor a lo que le pudiera deparar el futuro. Qué distinto a su mirada perdida de estos días, sentada en una butaca del salón. La recuerdo levantándose los domingos con la luz del alba para ir a la misa primera, acaso para alargar las horas del día, aunque fuera festivo, como ha alargado su existencia hasta los 90 años ya cumplidos.
No he querido dejar de escribir estas líneas ahora y posponerlas para que viesen la luz tras su partida; por suerte, aún la tenemos a nuestro lado, renqueante, eso sí, con escasa movilidad, unos días mejor que otros, apuntalada por más de una docena de medicamentos, con su tostada en la merienda/cena y sus sorbos de cerveza sin alcohol en las comidas. Estoy seguro de que el día en que se nos marche definitivamente, todos sus sobrinos lucharemos a brazo partido por quedarnos con la valiosa herencia que nos deje. Que no será económica, se supondrá, por supuesto, ni tampoco patrimonial, sino ejemplo vivo de cómo, sin haber sido madre, alguien pueda concitar tanto amor a su alrededor de cuantos la pueden llegar a querer, incluso, más que si ella misma los hubiera parido.

[‘La Verdad’ de Murcia. 29-10-2019]