El triple salto mortal de Suzanne Valadon.

Publicado el 02 octubre 2010 por Alguien @algundia_alguna

La pintora Suzanne Valadon tenía de su origen más de diez versiones distintas. Presumía de haber nacido mientras su padre estaba en la cárcel por ideas políticas o por fabricar moneda falsa, según le daba. Unas veces decía que era hija de un castellano riquísimo, otras que había sido abandonada y alguien la encontró en una cesta de ropa. Lo único cierto, según el registro civil, es que nació el 23 de septiembre de 1865, en Bessines-sur-Gartempe, un pueblo de Limosin, y su madre Madelaine era una costurera de la casa Guimbaud, que no supo decir quién, entre todos los que pasaron por encima de ella, la había embarazado.

A los 14 años la niña se fugó a París y su madre la buscó hasta encontrarla por Montmartre como una perra perdida, que sobrevivía robando fruta y botellas de leche de las paradas. Entonces todavía se llamaba Marie-Clémentine, nombre con que fue bautizada.

Tenía una bonita figura, un cuerpo maduro que a los diez parecía de quince años. Aprendió las primeras cosas de la vida gracias a un amigo que la colaba por la tarde en el Cabaret de los Asesinos, en Pigalle, donde los cantantes ensalzaban al amor ante un público de anarquistas. Un día fue abordada en la calle por un atleta moreno, de bigotito engomado, que trabajaba en un circo. “Oye, niña, ¿no te gustaría ser artista?” -le dijo-. Si aceptaba ser acróbata la vestirían de gasas y lentejuelas y le enseñarían a cabalgar de pie sobre un caballo arreado con un látigo. La chica aceptó. Así la vio trabajar Toulouse- Lautrec en el circo Mollier. Le gustaba todo lo que proporcionaba este oficio, la gente, las luces, los aplausos, los amigos con los que mataba la noche en la taberna con dinero de bolsillo al amparo de una cazalla. Por el circo pasaban los pintores Degas, Renoir, Puvis de Chavannes y otros artistas que la dibujaban sus senos de manzana desbridados sobre el corsé.

Marie-Clémentine quiso ir más allá. Le gustaba ser trapecista. Un día sin estar preparada subió al mástil, empuñó las anillas y al realizar un salto mortal cayó en la pista del circo y quedó medio descalabrada. No tardó en reponerse y entonces una amiga le dijo: “Con lo guapa que eres, ¿por qué no te haces modelo?”. Le presentaron al pintor Puvis de Chavannes, un simbolista que pintaba ninfas, apolos y minervas floreadas. Fue aceptada. Por su parte la joven también dibujaba, pero esa era su pasión secreta. Aprendía de otros pintores, para los que posaba ante los celos de su protector. Renoir la había pintado con la frente abombada, secándose el pelo, bailando con sombrero de flores; Toulouse- Lautrec la había dibujado sentada, la mano en el mentón frente a una botella y un vaso, la boca amarga, los ojos turbios; Degas la había inmortalizado atándose la zapatilla de ballet, pero de todos ellos, ¿quién la había embarazado? Se daba por descontado que había sido Puvis de Chavannes, su enamorado protector, un viejo del que todo el mundo en Montmartre se burlaba, porque la niña cuando dio a luz sólo tenía 16 años. El padre también pudo ser Renoir, un hombre sensual que pintaba mujeres muy carnales. Quien quiera que fuera el responsable, la historia se repetía. Un padre desconocido había embarazado a una costurera de Limosin, la cual parió a una pintora que se llamaría Suzanne Valadon. A su vez esta pintora, fruto también de un amante desconocido, parió a un hijo que el mundo conocería con el nombre de Maurice Utrillo. Fue el 26 de diciembre de 1883. “Un mal regalo de Navidad que le hice a mi madre aquel día” -dijo el pintor borracho perdido 20 años después-.

Entre todos sus amantes fue Toulouse- Lautrec quien la llevó más lejos. Él era aristócrata y minusválido; ella era pobre, sensual y generosa y sólo podía ofrecerle su desesperación, pero los dos amaban la bohemia sobre todas las cosas. Cuando regresaba de las sesiones de modelo o de tomarse un pan rociado con vino tinto en la Posada del Clavo donde tocaba el piano su amigo Erik Satie, la chica se encontraba en la puerta de casa un ramo de flores de Lautrec con una nota: “Vale para unos vasos de vitriolo”. Un día el pintor descubrió los óleos y dibujos que la chica realizaba de noche en secreto. Quedó fascinado por su fuerza expresiva, por su realismo. Los mostró a los amigos. “¿A ver si sabéis de quién son?”. Eran de aquella jovencita. Entonces Lautrec le quiso cambiar de nombre. Nunca podría ser una buena pintora llamándose Marie-Clémentine. Puesto que posaba desnuda para viejos, le propuso el nombre de Suzanne. Después de bautizarla con ajenjo en medio de una gran fiesta, en adelante se llamaría Suzanne Valadon. A ese sarao de beodos asistió un tipo silencioso que no se movió de un rincón. Llevaba una tela bajo el brazo y como nadie se dignó dirigirle la palabra, se esfumó sin despedirse. Era Vincent van Gogh.

Mientras Suzanne Valadon comenzaba a ser admirada como artista, su hijo Maurice todavía sin apellido estaba al cuidado de la abuela y ya era un alcohólico violento a los doce años. “Los lobos no pueden parir corderos” -pensaba la madre-. En ese tiempo Suzanne tenía como amante a un joven abogado, muy rico, llamado Mussis, que la forzaba a llevar una vida burguesa, pero no quiso hacerse cargo de aquella criatura tan problemática. Fue un antiguo admirador, Miguel Utrillo y Molins, un periodista español, quien se avino por compasión a darle su apellido al muchacho para ver si se calmaba y el 27 de febrero de 1891 en la alcaldía del distrito noveno de París firmó en el registro el reconocimiento de la paternidad, siendo testigos un empleado y un camarero que pasaba por allí. A partir de ese momento comenzó la leyenda de Maurice Utrillo, que sería la gloria y el tormento de su madre.

Suzanne Valadon no soportaba vivir en una casa de campo rodeada de comodidades. Pronto abandonó a su amante ricachón y volvió a la bohemia de Montmartre con sus amigos. Traía dos perros lobos, un gato famélico que había encontrado por el camino, una cabra, incluso traía también una pequeña cierva que en el último momento había arrebatado del cuchillo del matarife, aparte de telas, bastidores, tarros y botellas; con todo este lastre se volvió a instalar en la calle Cortot. Allí Suzanne pintaba mientras la abuela guisaba y su hijo Maurice entraba y salía de los centros de desintoxicación y lentamente se convertía en un artista callejero que pintaba souvenirs de Montmartre rodeado de curiosos a cambio de una botella de vino.

Cuando ya Suzanne Valadon era una pintora consagrada, una postimpresionista con la estética de los nabis, su hijo le trajo a un joven amigo a casa, también pintor, un tal Utter. Suzanne lo hizo su amante. Vivieron juntos de forma convulsa hasta que la bohemia que ella llevaba en la sangre lo rodeó de una atmósfera irrespirable. En 1936 ella aún recibía a los amigos en la plaza de Tertre a los gritos de viva el amor, pero lentamente su vida sin Utter y sin su hijo Maurice, que había desaparecido, ya no tenía sentido. Sus amigos la encontraban con las zapatillas rotas, los mechones blancos desgreñados, y cuando le preguntaban si recordaba los viejos tiempos con los pintores Lautrec, Renoir, Degas, Puvis de Chavannes, ella respondía: “Eran todos unos idiotas, pero es curioso, nunca dejo de pensar en ellos”. Suzanne Valadon murió de una hemorragia cerebral a los 72 años, el 7 de abril de 1938 en la ambulancia que la conducía a la clínica. Aquella niña trapecista había dado el triple salto mortal: ser una pintora famosa con precios millonarios, parir a un genio y pasar juntos los dos a la historia.

Texto: El triple salto mortal de Suzanne Valadon – Manuel Vicent. Babelia. 02/10/2010.