Por todos es sabido que los ricos se enriquecen a base del trabajo generado y no remunerado a los asalariados. Aunque nos quieran hacer creer que este concepto es cosa del pasado, la realidad es que sigue tan vigente como cuando se creó.El incremento de la tasa de explotación es una de las principales características de los últimos años. Los tres fenómenos que han confluido para viabilizar este aumento son la desregulación laboral, la masificación del desempleo y la expansión de la pobreza. El primer aspecto se verifica en los recortes a los derechos de los trabajadores, que han reforzado el control gerencial dentro de las empresas. Este avance patronal ha conducido al estancamiento de los salarios en los países avanzados (caso alemán por ejemplo) y al retroceso absoluto en la mayoría de las naciones menos desarrolladas. La flexibilización apunta al aumento de la sumisión real del trabajo al capital, es decir a la auto-imposición alienada de las normas laborales que fija el empresario. Es lo que se habla hoy en cada bar, en cada esquina, es el tema de conversación cuando al fin podemos tomarnos un café con un amigo.El resurgimiento del desempleo en gran escala es un mecanismo tradicional de precarización de las condiciones laborales, que se intenta imponer alegando que "estamos en crisis", cuando los poderosos son más ricos que nunca. El desmantelamiento del “estado de bienestar” está recreando en los países avanzados situaciones de miseria sofocante entre los sectores más desamparados de la población. En la mayoría de los países subdesarrollados se acentúa un cuadro de impresionante indigencia y pobreza.La explotación se expande con el propósito de ampliar el trabajo productivo, que es el generador directo de riqueza. Este es el objetivo de la privatización de todo tipo de actividades económicas, de servicios básicos como la salud o la educación y de la “universalización del capital” a todos los rincones del planeta. Los más distintos aspectos materiales y mentales del trabajo van quedado sometidos a la exigencia de ser generadores inmediatos de beneficios.El ingreso del trabajador representa para el empresario un gasto, que disminuye en proporción directa con caída de los sueldos. La ofensiva precarizadora demuestra que el “costo salarial” continúa siendo un referente central de la ganancia. Por esta razón, los capitalistas invierten en los países y regiones que ofrecen salarios más “competitivos”, para la realización de tareas equivalentes en calificación y productividad. El aumento de la plusvalía es la gran motivación del capital para desplazarse hacia las regiones donde la mano de obra es barata para la realización de actividades “mano de obra intensivas”.El aumento de la explotación, el desempleo y la pobreza afectan la capacidad de los trabajadores para actuar como clientes de la producción masiva. Al estancarse los ingresos de los asalariados declina el poder de compra y el ritmo de producción se desconecta de la capacidad de absorción de los mercados.Este tipo de contradicción entre la producción y el consumo está recreando en los últimos años las condiciones de una crisis de realización. Con la expansión de la miseria se polariza el consumo y tienden a agotarse las formas de incremento masivo del consumo, basadas en la mejora del poder adquisitivo, que contribuyeron al crecimiento de posguerra.Para que el rico capitalista pueda seguir manteniendo la balanza a su favor lo que hace es crear nuevos mercados, esto es, privatizar (o convertir en negocio) y volver muy onerosos ciertos bienes esenciales (educación, salud, seguridad social) y aumentar la brecha entre lo que el mercado induce a comprar y lo que la población preferiría adquirir, si tuviera la posibilidad efectiva de optar. La “soberanía del consumidor” es un mito particularmente insostenible, en las actuales condiciones de producción flexible y empleo precarizado. Solo quienes detentan ingresos elevados y estables pueden participar de la “economía de variedad”. El resto sufre en carne propia el desacople entre la producción y el consumo.Es cierto, por otra parte, que en los últimos años han surgido también mercados que compensan el estrechamiento de la demanda. Hay regiones que involucran a millones de consumidores -como China- que han registrado tasas de crecimiento sin precedentes. Además, la industrialización de diversas zonas (especialmente el sudeste asiático) viene ampliando sensiblemente los mercados autónomos del consumo inmediato. Pero en la balanza hay que pesar esta expansión frente al pavoroso efecto empobrecedor de las “políticas de ajuste” vigentes en todos los países subdesarrollados. El retroceso absoluto es la norma en la mayor parte de Africa, América Latina, Europa Oriental y Asia. El número de “excluidos” es muy superior a los 1.500 millones de subalimentados y semianalfabetos explícitamente reconocidos.La gran polarización internacional de los ingresos genera obstáculos a la realización del valor que explican por qué ni siquiera la debacle de los “ex países socialistas” ha servido para canalizar -hasta el momento- la absorción de las mercancías y los capitales excedentes. En todos los casos, la crisis es un resultado del dinamismo de la acumulación. En el capitalismo el estancamiento prolongado es tan inconcebible como el crecimiento ilimitado. Por eso hay que interpretar a la crisis como una etapa y no como un período indefinido de paralización productiva. Las crisis existen porque están precedidas por fases de prosperidad. El supuesto de una “etapa final” del capitalismo es irreal. El capitalismo está más fuerte que nunca y lo acaba de confirmar el señor Emilio Botín en México, por eso tenemos que abrir los ojos y ver lo que está pasando; el 0.01% de la población mundial acumula toda la riqueza mientras que el 99.9% restante, o sea casi todos los demás, nos empobrecemos y nos hacemos cada día más esclavos y sumisos ante esos pocos que se han unido en un club privado llamado capital. Si a ellos les ha dado resultado la acumulación de capital, nosotros tenemos que acumular personas.