El tugurio de Zola es más real que la propia vida. El tugurio se convierte en un espejo brutal de la humanidad
Estamos en pleno 2025 y El tugurio de Émile Zola vuelve a despertar pasiones, odios y estremecimientos como si el tiempo no hubiera pasado.
Me encuentro con Gervaise, esa mujer que llega a París cargada de ilusiones, y pronto me arrastra a su miseria. La veo lavando sin descanso, peleando contra un destino que parece burlarse de su ingenuidad. En su lucha, descubro la verdad incómoda de la que hablaba Maria Aguilera en el prólogo: lo escandaloso no es la indecencia del lenguaje ni la crudeza de las escenas, sino la sensación insoportable de que esto no es ficción, sino realidad.
El tugurio como agujero negro del alma
La burguesía lo tachó de indecente, la clase obrera se sintió insultada y, sin embargo, todos lo leyeron. Ese es el poder de un libro que no se limita a contar, sino que obliga a mirar lo que se prefiere ignorar. Zola describe la degradación como un abismo: cuanto más se intenta trepar, más resbala uno hacia el fango. El tugurio se convierte en un personaje más, un monstruo de ladrillos y humo que devora a quien se atreve a desafiarlo.
“Nadie irá más allá”, escribió Emilia Pardo Bazán sobre esta novela. Y quizá tenía razón. ¿Cómo superar la crudeza de una mujer hundiéndose lentamente mientras el barrio entero bebe para olvidar? El alcohol no es un detalle pintoresco, sino la anestesia de una sociedad cansada de sufrir.
Una traducción con personalidad
Aquí entra en juego Amaya García Gallego, la traductora que nos entrega esta edición. Su trayectoria es tan camaleónica como los autores que ha traducido, desde Balzac hasta Camus, pasando por Maupassant o Dicker. Lo curioso es que, lejos de esconderse, deja una huella que despierta debate.
Un ejemplo: el mote de Gervaise en el original francés es “la banban”, una palabra que suena ligera y burlona, proveniente de “bancal”, algo cojo o torcido. García Gallego opta por traducirlo como “coxcox”. Algunos lectores, como la reseñadora “nina”, consideran que pierde gracia, que resulta áspero, casi impronunciable. Otros, en cambio, valoran la audacia de no dejarlo en francés, de no disfrazar la crudeza. ¿Qué es mejor, la fidelidad al sonido o la incomodidad del apodo reinventado? Ese es el dilema eterno de los traductores: ser invisibles o dejar huella.
El naturalismo como bofetada literaria
Zola no inventó el naturalismo, pero lo llevó a su extremo. Su saga Los Rougon-Macquart, veinte novelas que retratan el Segundo Imperio francés, es un proyecto literario colosal. En El tugurio, ese naturalismo se siente como un golpe de puño en la mesa. No hay adornos ni sentimentalismo. Hay hambre, hay enfermedad, hay la lenta caída de una mujer que quiso ser feliz y terminó atrapada en la ruina.
Lo más perturbador es que, al leerlo, uno siente que está asistiendo a algo inevitable. Como si la fatalidad estuviera escrita desde la primera página. Ese es el estilo Zola: mostrar cómo los engranajes sociales y biológicos aplastan cualquier intento de redención.
“La verdad espera. Solo la mentira tiene prisa.” (Proverbio tradicional)
Zola, escritor y combatiente
Pero el autor no se limitó a escribir ficciones sombrías. Fue también un hombre de combate. Cuando en Francia estalló el caso Dreyfus, ese escándalo judicial donde un militar judío fue acusado falsamente de espionaje, Zola se levantó con su famoso “Yo acuso” publicado en los periódicos. Se jugó la vida, la reputación y la fortuna. Lo exiliaron, lo difamaron, y acabó muriendo en 1902 en circunstancias sospechosas: oficialmente asfixiado, pero probablemente asesinado al taparle la chimenea.
La paradoja es brutal: el hombre que defendió la justicia con su pluma murió envenenado por la injusticia que combatió. Y, sin embargo, cuatro años después de su muerte, Dreyfus fue declarado inocente. La historia, lenta como siempre, acabó dándole la razón.
La edición de Trotalibros, un objeto de culto
Hoy, lo que más se comenta en las reseñas no es solo la novela en sí, sino la edición de Trotalibros. Mara Vega, una lectora entusiasta, lo explica con detalle: ilustraciones de botellitas al inicio de cada capítulo, notas del editor al final, un prólogo brillante. No es un simple libro, es un objeto que se quiere tener en la estantería como quien guarda una reliquia.
Otros, como Cris, celebran que por fin “La taberna” —título tradicional en castellano— tenga ahora su nombre más crudo y certero: El tugurio. Porque “taberna” suena casi entrañable, mientras que “tugurio” golpea con fuerza, como un escupitajo en la cara. No es casualidad que esta nueva edición en digital y papel se haya convertido en un éxito de ventas en cuestión de semanas.
Claro que no todo es perfecto: algunos compradores se quejan de problemas de embalaje en Amazon, ediciones dañadas, esperas interminables para el reembolso. La ironía es deliciosa: un libro que retrata la miseria del XIX sigue causando dolores de cabeza logísticos en pleno XXI.
El tugurio como espejo atemporal
Lo que más me estremece es cómo esta novela, escrita hace siglo y medio, sigue hablando de nosotros. ¿No hay todavía barrios donde la pobreza se disfraza de modernidad pero huele a lo mismo? ¿No seguimos anestesiando nuestras derrotas con alcohol, pantallas o cualquier distracción?
Kriparam, otro lector, lo resumió en una reseña breve y certera: “Conmovedora y explicativa de una época que comunica con las vastedades interiores del ser humano de cualquier época”. Esa es la clave: El tugurio no es solo sobre París en el XIX, es sobre la fragilidad de todos nosotros en cualquier lugar y momento. Quizá por eso tantos lectores actuales no dudan en recomendar esta edición impecable como la mejor puerta de entrada a Zola.
La incomodidad como herencia
Lo cierto es que esta novela no es amable. No ofrece moralejas dulces ni redenciones heroicas. Es dura, amarga, incluso desagradable. Pero ahí radica su grandeza. Como dice un viejo refrán:
“Quien no soporta la verdad, que no se acerque al espejo.”
Y aquí está lo curioso: aun con esa dureza, el lector no suelta el libro. Porque en el fondo sabe que, entre líneas, también está leyendo su propia vida. No extraña que muchos lo definan como un clásico imprescindible, un título que no debería faltar en ninguna biblioteca.
¿Será que seguimos necesitando que Zola nos recuerde la crudeza de la vida? ¿O es que el ser humano, por mucho que avance, nunca deja de fabricar sus propios tugurios? La incógnita queda abierta, como una puerta mal cerrada en un callejón húmedo.