El turista accidental

Por Lamadretigre

En esta casa no practicamos el turismo por accidente. A nosotros lo que nos va es el turismo accidentado. En sus versiones más inverosímiles. Desde siempre. Ya en mi primer viaje en solitario, a la tierna edad de once años, una tormenta huracanada convirtió mis quince días en un campamento en la campiña francesa en la versión infantil de Tornado.

Con doce cogí mi primer avión sola. Cuando digo sola no me refiero a ir con un cartelito colgando y rodeada de una corte de solícitas azafatas. No. Con doce años me cogí un taxi en Bergerac que me llevó al aeropuerto de Burdeos. El amable taxista me dejó en la puerta con mi maleta y mi pasaporte y yo hice lo que me había dicho mi padre: seguir a la gente. Salvando que no me dejaron pasar una herradura con clavos por el control de seguridad llegué a Madrid más contenta que unas castañuelas.

Antes de cumplir la mayoría de edad ya me había paseado por aeropuertos a éste y al otro lado del charco como Pedro por mi casa. Sin cartelito ni gaitas. Con quince falsifiqué mi primer pasaporte para poder beber en Inglaterra. El mismo con el que con diecisiete me perdí en los bares de Tijuana. Siempre me han gustado las emociones fuertes.

El problema viene cuando empiezas a añadir consortes y compañeros de viaje a tus corredurías. Este tipo de viaje no es apto para hipertensos y gente de escarnio fácil. Con el padre tigre di en el clavo. Es de mi cuerda. Durante una temporada que vivió en Tailandia los vuelos los reservaba a través de un sastre de Bangkok que era capaz de conseguir meterle con calzador y técnicas de dudosa legalidad en cualquier vuelo. Éstos solían tener escalas tan cómodas como un par de días de Amán pero oigan, baratos eran baratísimos.

Como yo, es un viajero más de vivir que de ver y no se amilana cuando le digo que me han dicho que la mejor vista de tal o cual sitio es desde el pico de una montaña que hay que subir con el piolé. Gracias a esta predisposición a salirnos del circuito turístico habitual hemos descubierto sitios increíbles pero también hemos hecho horas en balde para llegar a un tugurio de mala muerte. Esto no le compensa a cualquiera.

Al El Socio por ejemplo he estado a punto de matarlo de una angina de pecho en alguna que otra ocasión. Como cuando nos fuimos doce días mano a mano a Nueva York y me empeñé en pasear con el ombligo al aire por el Bronx. Exactamente por la página que él había marcado en rojo en su callejero como zona de peligrosidad extrema. A cambio, nadie como él para encontrarse a un compatriota de un pueblo extremeño en pleno puesto de gallinas chungas en Chinatown.

Los que no sé si están tan convencidos con mis técnicas viajeras son los abuelos tigre. Lo de encallar el coche en un pasillo de piedra perdido de la mano de Dios y acabar acogidos cual refugiados de guerra por los dueños de una villa histórica florentina después de pasar la tarde con su cuatro nietas en la timba de cartas del círculo de cazadores del pueblucho de turno, no sé si era la idea que tenían de unos días de asueto en la Toscana…

Pasado el susto y las mil y una vicisitudes que las compañías de alquiler nos han hecho pasar – la escasez de coches en Florencia y alrededores es difícil de comprender- lo hemos pasado fenomenal, nos lo hemos comido todo y las niñas han vuelto chapurreando un italiano muy lucido. Mañana les cuento lo que en mi modesta y algo irreverente opinión es digno de ver por aquellos lares.

Nosotros repetiremos. Seguro. Aunque no tengo claro es que los abuelos tigre vuelvan a abandonar el país. Ni para la comunión de las niñas.


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