Tal vez porque iba a ser su último día de vacaciones, se levantó más temprano que nunca, con las claras de un sol próximo a asomar por el horizonte. Todos en la casa seguían sumidos en el silencio de un sueño que aún dominaba a unos cuerpos entregados al descanso y la pereza. Hacía un fresco agradable que ponía la piel de gallina y una brisa marina mecía con deleite las ramas de los eucaliptos que bordeaban el camino de acceso a la playa. Desde la privilegiada atalaya del balcón podía apreciar una flotilla de barcos pesqueros que, cual danza de despedida, describían círculos cruzándose entre ellos, muy cercanos a la costa, peinando el fondo del mar con sus artes de arrastre. En una playa visitada a esas horas sólo por gaviotas dedicadas a estampar sus huellas en la fina y rubia arena, un hombre solitario aprovechaba la marea baja para meterse hasta la cintura en el agua y capturar, con un artilugio rudimentario, un puñado de coquinas con el que sortear el infortunio del desempleo y el hambre. Y justo cuando más absorto estaba en la contemplación de la temprana actividad que le ofrecía el mar, el sol despuntó sobre las copas de los pinos, arrancándolo de su embeleso con la cálida caricia de sus primeros rayos de luz con los que inauguraba el día. Era el último amanecer de sus vacaciones y no pudo evitar cierta melancolía por un espectáculo que presenciaba por primera y última vez. Se prometió a sí mismo, mientras recibía con los ojos entornados aquel baño radiante en su rostro, no abandonarse en la indolencia y acompañar el despertar del día en futuras vacaciones, si la vida se lo permitía.