Louise se despertó de madrugada y se acercó a la ventana para echar un vistazo al exterior, como de costumbre. La abrió y respiró el fresco aire nocturno, que le revolvía su ya despeinado cabello. Las farolas aún no se habían apagado y la luz anaranjada se filtraba por su ventana, iluminando el espacio vacío que él había dejado y creando sombras ondulantes a las que no terminaba de acostumbrarse. Cada vez que pensaba en lo estúpida que había sido por volver a confiar en su marido le dolía el estómago y se le llenaban los ojos de lágrimas. Aún sentía el escozor que el último beso provocó en sus labios, magullados de tanto mordérselos. Inspiró una bocanada de aire y tragó saliva, tratando de controlar el torrente que amenazaba con desbordarse de sus ojos.
La primera vez que se lo encontró con aquella despampanante mujer se esforzó en perdonarle porque estaba locamente enamorada. Lo primero que hizo él fue negarlo todo, pero sus excusas cayeron en saco roto cuando Louise le confirmó que les había visto juntos con sus propios ojos. Después, las excusas se transformaron en puñales cuando él consiguió darle la vuelta a la situación y convenció a Louise de que todo había sucedido porque ella ya no se esforzaba lo suficiente. Ya no era suficiente para él. No era lo bastante guapa ni lo bastante joven.
Recordaba con amargura el momento en el que él le escupió a la cara que había fracasado como mujer y ella, como una tonta, empezó a creérselo y se culpó… ¡cómo se culpó por ello! Pero entonces volvió a verles cogidos de la mano en aquel restaurante donde su marido le había pedido matrimonio tantos años atrás. Tantos que ya ni siquiera le parecía real. Entonces, algo se rompió en su interior y lo supo: ya no merecía la pena continuar juntos aquel viaje por la vida, y la culpa era solo de él.
Recordaba perfectamente el momento en el que decidió poner punto y final a aquella tortura. A pesar de que lo sabía todo, había fingido creer sus mentiras durante meses, pensando que así sería más fácil, que todo pasaría y él volvería a quererla como antes. Sin embargo, una noche no aguantó más el desprecio que brillaba en sus ojos y se colaba en cada una de sus palabras, que iban normalmente destinadas a pedirle algo o a hacerle el mayor daño posible.
Mientras guardaba en una gran maleta todas las pertenencias del hombre al que tanto había amado, se preguntó cómo era posible que las palabras pudiesen doler tanto. Se preguntó por qué su marido había llegado a destilar tanto odio hacia ella y se devanó los sesos preguntándose de dónde saldría aquella actitud tan cruel que adoptaba solo cuando estaban juntos. Una hora después, cuando él llegó de trabajar y le exigió que le preparase la cena sin tan siquiera mirarla, Louise sonrió sin darse cuenta. Pensó que le daba igual, que no le importaba no conocer la respuesta a aquellas preguntas que tanto habían girado en su cabeza, porque aquella noche iba a ser la última.
Recordaba todos los detalles de aquella escena. Sin duda le dolió que él cogiese la maleta tan tranquilo, le diese un último beso y se largase sin decir ni una palabra, pero tras el portazo se sintió estúpida y avergonzada por no haberle echado antes.
Fue como arrancar una tirita de golpe, se alejaron para siempre sin mediar explicaciones. Ambos sabían cómo estaban las cosas y lo que tenían que hacer. Todo fue muy rápido, firmaron los papeles de mutuo acuerdo y tiraron cada uno por su lado.
Louise volvió a acariciar sus agrietados labios y suspiró. Ahora aquella historia solo le parecía un mal sueño y, sin embargo, había una cosa que le producía un terror insoportable. Pensar que el último beso había sido tan diferente al primero, le había obligado a aceptar algo que jamás se hubiera atrevido a admitir hasta aquel día: que el amor no es un puerto seguro, no es un barco salvavidas y, a veces, se hunde y te arrastra con él.
Cerró la ventana y se tumbó en la cama. Estaba sola, pero era valiente y había decidido no volver a llorar más por él. Ni por él, ni por aquel último beso.