El fútbol sin pasión no es casi nada, igual que casi todo. No hay partido
que merezca la pena si el pitido
final no pone fin (también) a la jugada
del nervio a flor de piel, al fiel latido
del corazón vibrante que, en la grada
o en el sillón, no encuentra más coartada
que la victoria: el reino prometido. Pero, frente al furor enrabietado
que sólo ama un color y odia al rival,
se alza el fervor del juego como fiesta. Ni culé ni merengue, he cultivado,
siempre al filo de la pasión neutral,
una emoción llamada Andrés Iniesta.