El joven Márai
Sí, sus libros se vendían a carretadas y el prestigio que alcanzó su preciosa y exacta prosa igualó al de Thomas Mann o Stefan Zweig, el autor que se suicidó ofuscado por el pesimismo, ya que en 1942 creyó que las huestes de Hitler tomarían el mundo entero. Y con esto avanzo que esta historia de grandes escritores centroeuropeos no es feliz. Aquellos fueron años terribles, años de sangre y muros grises, con alambradas negras, flanqueados por torres desde donde se abatían los espíritus libres, que tan bien relató Nino Bravo. El libro puede encontrarse en cualquier librería normal y también está disponible en los portales de ebooks en los distintos formatos (PDF, ePUB, Kindle, Mobi, etc.).«La mansión lo comprendía todo, como una enorme tumba de piedra tallada donde se desmoronan los restos de varias generaciones y se deshacen las vestimentas de seda gris y paño negro de las mujeres y de los hombres de antaño. Comprendía también el silencio, como si éste fuera un preso fervoroso y creyente que se va muriendo poco a poco en el fondo del calabozo, dejándose crecer una larga barba sobre sus trapos y harapos, recostado en un montón de paja podrida».
Sándor Márai
Mencionar, como uno de los mejores momentos de la literatura universal (disculpad, todo es opinable), la escena de caza. El cañón de la escopeta que bascula.«Tú también te detienes en medio de los arbustos, te paralizas, tú también, el cazador. Sientes en tus manos un temblor ancestral, tan antiguo como el hombre mismo, la disposición para matar, la atracción cargada de prohibiciones, la pasión más fuerte, un impulso que no es ni bueno ni malo, el impulso secreto, el más poderoso de todos: mas fuerte que el otro, más hábil, ser un maestro, no fallar. Es lo que siente el leopardo cuando se prepara para saltar, la serpiente cuando se yergue entre las rocas, el cóndor cuando desciende de las alturas, y el hombre cuando contempla su presa».
«El general se entretuvo casi toda la mañana en la bodega del lagar. Había salido al viñedo de madrugada, junto con el vinatero, para ver qué se podía hacer con dos barriles de vino que habían empezado a fermentar. Eran las once pasadas cuando terminaron de embotellar el vino; entonces regresó a la casa. Bajo las columnas del porche de piedras húmedas que olían a moho le esperaba el montero, para entregar a su señor una carta que acababa de llegar. —¿Qué quieres? —le preguntó, y se detuvo con fastidio. Se echó atrás el sombrero de paja de ala ancha que le cubría la frente y le oscurecía totalmente la cara rojiza. Hacía años que no leía ni abría ninguna carta. El correo lo abría, examinaba y seleccionaba uno de sus sirvientes de confianza, en la oficina del administrador. —Un recadero acaba de traerla —dijo el montero, que se mantenía en posición de firme en el porche. Reconoció la letra, cogió la carta y la guardó en el bolsillo. Entró en el frescor del vestíbulo y entregó al montero su sombrero y su bastón, sin musitar palabra. Sacó las gafas del bolsillo donde guardaba también los puros, se acercó a la ventana y se puso a leer la carta en la sombra rasgada apenas por algunos rayos que penetraban por las rendijas de las persianas medio echadas. —Espera —dijo por encima del hombro al montero, que se disponía a retirarse con el sombrero y el bastón. Arrugó la carta y se la guardó en el bolsillo. —Que Kálmán prepare el coche para las seis. El landó, que va a llover. Que se ponga la librea de gala. Tú también —añadió con énfasis, como si estuviera enfadado por algo—. Que todo esté limpio y reluciente. Que empiecen ahora mismo a limpiar el coche y el aparejo. Te vistes de gala, ¿entendido? Y te sientas al lado de Kálmán, en el pescante. —Entendido, excelencia —respondió el montero, mirando a su amo fijamente a los ojos—. A las seis en punto. —A las seis y media os vais —dijo, moviendo a continuación los labios en silencio, como si estuviera contando—. Os presentáis en el Hotel del Águila Blanca. Sólo tienes que decir que te he enviado yo y que ya está dispuesto el coche del capitán. Repítelo. El montero repitió las instrucciones. Entonces el general levantó una mano y miró al techo, como si quisiera añadir algo más. No dijo nada y subió al primer piso. El montero, firme, lo observó con ojos vidriosos, lo siguió con la mirada y esperó a que la cuadrada figura de anchas espaldas desapareciera por el recodo de la escalera de piedra del primer piso. El general entró en su habitación, se lavó las manos y se acercó al pupitre alto y estrecho, cubierto de paño verde, salpicado de manchas de tinta, donde había portaplumas, tinteros y cuadernos con tapas de hule a cuadros, como los que utilizan los colegiales para hacer los deberes, todos guardados con un orden milimétrico. En el centro del pupitre había una lámpara de pantalla verde y la encendió porque la habitación estaba a oscuras. Detrás de las persianas echadas, el verano quemaba el jardín lleno de plantas secas y de hojas arrugadas, como un pirómano colérico que incendiara toda la vegetación antes de desaparecer. El general sacó la carta del bolsillo, alisó el papel con gran cuidado y, con las gafas caladas, volvió a leer las frases cortas y rectas, escritas con letra fina, a la luz resplandeciente de la lámpara. Juntó las manos por detrás mientras leía».
El último encuentro, de Sandor Marai.