Ya la génesis del proyecto era extraña. La contó el propia Andrés Vicente Gómez, un productor de larga experiencia cinematográfica (tiene un Oscar en su haber, el de la película «Belle epoque») pero con nula experiencia en el mundo del teatro. Estaba en Oriente Medio buscando dinero para el proyecto de una película de animación cuando unos inversores le expresaron su deseo de poner en pie un musical y le propusieron producirlo. Así que se puso manos a la obra, y el resultado es «El último jinete». La idea era estrenarlo en el West End (es frecuente que los nuevos espectáculos se giren antes por alguna ciudad británica, para rodarlos), pero él pensó que antes se podría probar aquí en España. Y esa, supongo, es la razón de una producción de estas características (9 millones de dólares, según el propio productor) que se haya estrenado en un teatro público como los teatros del Canal y vaya a estar en cartel únicamente cinco semanas; algo insólito y raramente comprensible.
Precisamente por las característas del proyecto, ambicioso y de clara vocación internacional, «El último jinete» precisa de un elaborado proceso de creación que, por lo visto en las primeras funciones, no ha sido suficiente. A pesar del largo período de ensayos, al final ha habido cierta precipitación en la producción. En mi crítica lo compare con un embarazo, y definí al musical como sietemesino. Todo parte de la endeblez de un libreto escrito por Ray Loriga (otro neófito teatral), que presenta una historia de aventuras con muchas posibilidades, pero que no se ha trabajado bien desde el punto de vista escénico. Por ejemplo, los personajes del camello y la langosta, que podrían ser muy válidos, apenas tienen desarrollo, y sus episódicas apariciones quedan sin sentido dentro de la historia. Tampoco la poetisa es un personaje bien definido, ni la relación entre Tirahd y Lady Laura está bien contada. Y la colocación del holograma del caballo (un efecto bellísimo y espectacular), tras el descanso, no aporta nada a la historia. Parece como si los productores hubieran querido demostrar su poderío con un holograma y nadie hubiera sabido bien qué hacer con él). El espectáculo queda así como un desordenado batiburrillo lleno de escenas inconexas, que no sé si la dirección de Víctor Conde no ha sabido o no ha podido ordenar.
El segundo capítulo es la música, muy bien interpretada y donde hay alguna canción inspirada, pero que no es suficiente para levantar el vuelo del musical. No hay unidad, ni exotismo en las melodías (la mitad del musical transcurre en Arabia) ni dramatismo en ellas. El hecho de que haya en la masa (la partitura) tantas manos (John Cameron, Albert Hammond, Barry Mason y Ranjit Bolt, cada uno de distinto estilo y distinta procedencia) tiene seguramente mucho que ver en ello. Y tampoco las coreografías tienen brillo, y parece que hayan sido más una faena de aliño de su creadora, Karen Bruce.
Decorados y vestuario (Morgan Large e Yvonne Blake son sus creadores) sí están a la altura de una producción así, aunque algún intérprete me confesaba su incomodidad y que había trajes que no permitían bailar con comodidad).
Lo mejor, los intérpretes, desde Miquel Fernández, el protagonista, hasta los dos bailarines que conforman al caballo soñado (aquí sí se ha acertado). Me consta que han llevado a cabo un tremendo esfuerzo (lo siguen haciendo) y éste se ve sobre el escenario. El propio Miquel, que apenas sale de escena, Julia Möller, Marta Ribera (los tres son todo un lujo para cualquier musical), Toni Viñals, Carlos Solano, Guido Balzaretti, Leo Rivera, Elena Medina y el resto del elenco son, desde luego, los únicos que van al galope en un musical, «El último jinete», que solo va al paso.