El último mohicano

Por Lamadretigre

Todo empezó con las comidas. El empresario de turno llevaba a comer a tal o cual personaje de la administración para cerrar los detalles de un contrato. Lo que viene a ser una comida de negocios. Salvo que tal o cual personaje empezó a acostumbrarse a comer bien.  A pedir lo más caro de la carta. De primero, segundo y postre. A regar las sobremesas eternas con los mejores caldos, fumarse los mejores puros y, ya que estamos, empalmar con la copa, la cena y si la noche se pone tontorrona, una juerguecita en algún local de dudosa reputación.

Aquello era una horterada. Poco más. Pero las juergas se convirtieron en fines de semana. Con o sin la amiguita de turno. Esto ya empezó a rechinar a algunos pero muchos se contentaron con hacer la vista gorda cuando los comerciales les pasaban las abultadas notas de gastos que no había ríos de ron que las justificaran. El problema es que las mujeres empezaron a mosquearse con las salidas y las juergas por lo que el alcalde, funcionario o político de turno un día le dejó caer muy delicadamente al comercial que su mujer andaba muy necesitada de un visón. Del visón, a un fin de semana en un hotel de lujo en el Algarve, la carrera del niño en Boston y de ahí al chalé en la playa en un abrir y cerrar de ojos.

En este proceso lento pero inexorable toda una red de personajes teóricamente al servicio del público se fue acomodando en un estilo de vida que ni de lejos podían pagar con sus nóminas públicas. Para facilitar las transacciones y dotar de algún tipo de discreción a lo que de todas formas se hacía de viva voz se pasó a los sobres para los tristes y a los maletines para los más avispados.  Como un impuesto revolucionario cualquiera. ¿Quieres contratar con la administración? Pues pasa por caja amigo que a la señora le toca renovar el botox.

Durante años los contratos con “impuesto” convivieron con cierta holgura con los contratos que se ganaban a golpe de currárselo mucho, ajustar los márgenes y presentar las mejores ofertas. Los empresarios pudieron elegir entrar o no en el juego siempre y cuando tuvieran la solvencia tecnológica o profesional para evitarse el engorroso trámite. En estas estábamos cuando las vacas empezaron a adelgazar. No así las necesidades de estas familias venidas a más. Los niños ahora querían hacer el MBA en el MIT, la mujer un chalé más grande y con más pisos, el señor un descapotable y la abuela un apartamento en Benidorm.

Contratar con la administración sin pasar por caja se volvió cada vez más difícil. Las irregularidades en los concursos públicos eran cada vez más notorias y más sangrantes. Poco a poco los empresarios se fueron resignando a pagar. Para sobrevivir. Alguno decidió resistirse, empeñado en ganar concursos con trabajo de calidad, algo que dejó de llevarse hace algún tiempo. Este empresario empezó a denunciar los concursos amañados y a reclamar un trato justo. Las puertas se le fueron cerrando. Desde abajo hasta arriba.

Pronto se volvió incómodo y llegaron las amenazas veladas, las sugerencias no tan amables de no ir contra el sistema y las ofertas suculentas para unirse al club de los que se untan bajo manga. Luego llegaron los teléfonos pinchados, los detectives privados y las llamadas en mitad de la noche. Los contratos empezaron a hacerse más difíciles de ganar y los que se ganaban se revocaban luego al no cumplir con el requisito previo: pagar. Propios y ajenos le recomendaban que claudicara y pasara por caja. Total, todos lo hacen. Si no lo haces tú lo hará el siguiente.

De ahí al veto, al ostracismo y a la quiebra.

Esto no es ciencia ficción. Esto es la realidad de este país. La que se lleva fraguando décadas. La que ha contado con el beneplácito de casi todos y el silencio de los demás. Por no hablar de lo que ha pasado en el sector privado, en la banca, en la construcción y en otros hormigueros de listos. Hacer negocios de forma en honrada en este país se ha convertido en una hazaña de héroes en la sombra a la altura moral de muy pocos.

Y ahora nos sorprendemos de que haya sobres, urdangarines y demás historias para no dormir. No. Hemos dejado que nos roben con impunidad durante años. Mientras éramos ricos nos importaba poco. Hemos dejado sistemáticamente que los corruptos se vayan de rositas sin consecuencias políticas ni legales. Hemos aceptado la corrupción y la evasión de impuestos como si fueran triquiñuelas de recreo. Y lo hemos practicado. Casi todos. Hemos convertido la honradez en un negocio que no sale rentable. Entre todos. Empezando por todos los que no pagamos IVAs, cobramos o pagamos en negro, no declaramos ingresos o hacemos reformas sin licencia. Y acabando por esa panda de sinvergüenzas que puebla nuestras administraciones y sangra nuestras arcas.

Hemos sido y somos muy permisivos con el robar. Con el nuestro y con el de los demás. Como si fuera un pecadito venial de los que cuentan poco.

Si nuestro jefe llegara mañana y nos dijera mira Fulanita a partir de ahora la mitad de tu sueldo te la voy a dar en negro. Eso o a la calle. ¿Qué haríamos? Y si luego, después de unos años con este apaño, volviera el jefe y nos dijera que ahora ya nos puede pagar todo en blanco pero claro, vamos a tener que tributar sobre esa parte que nos hemos acostumbrado a cobrar limpia con lo cual al final un 30% menos de sueldo. A nuestra elección. ¿Qué haríamos?

Ahí está la raíz del problema. Si tu jefe te pidiera que le pegaras una paliza a tu mujer para cobrar más no lo harías. Nunca. Pero al robar le aplicamos una moralidad más laxa. Hasta que esto no cambie. Hasta que no seamos una sociedad en la que alguien no pueda jactarse en una cena de todo lo que roba sin que los demás se levanten y le dejen con la palabra en la boca nada cambiará. Con la corrupción, el robo y el fraude hay que tener tolerancia cero. Para todos. Y de todos.


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