El último pitillo

Publicado el 21 julio 2012 por Evagp1972


Vive en un estado gobernado por políticos incapaces de concebir otra forma de ahorrar que laminarle la nómina, coserla a impuestos, fastidiarle el futuro. Cada mañana el telediario le recuerda que, a pesar de tanto recorte, sacrificio y dolor inútil, la bolsa sigue en caída libre y la prima de riesgo está por las nubes.
Le revienta que la causa de todo ello sea en buena medida la desidia, la corruptela y la estupidez de unos cuantos. Le rebela que much@s sufran injustamente y vivan sin saber cómo van a pagar la hipoteca, comprarse ropa, encontrar trabajo, pagar sus medicamentos, cuidar a sus mayores, dar de comer decentemente a sus hijos o pagarles la universidad. Le duele que la hayan convertido en una especie de banco que regala al erario público sueldos enteros, sin intereses ni posibilidad de devolución, y ver que a pesar de todo la pandilla de parásitos de siempre continúa –y continuará- chupando a su costa del bote, porque pertenecen a una casta que se protege y se mima a costa de los tontitos de abajo: parad@s, pensionistas, funcionari@s, borreg@s en general de clase media y baja.
Está harta de pagar dos veces por el hecho de vivir en un territorio determinado, y que la tachen (encima) de insolidaria y egoísta. Tiene ganas de pedir responsabilidades a todos aquellos que han tenido que ver con la instauración de este orden de cosas, o a los que, tras permitir que la rescaten a cambio de dios sabe qué, la toman por idiota y la adoctrinan para que sea buena, que no se queje, no vaya a convertirse en una protestona irresponsable. Le gustaría abofetear a la niña pija colocada al frente de un banco por ser “hija de” y que, interrogada por el desastre financiero de la entidad, respondió candorosamente que eso no era culpa suya porque ella “no tenía ni idea de nada”. Ah, estas niñas bien, esas esposas de, enriquecidas gracias a papi o al yernísimo de turno y que no son juzgadas jamás porque –angelicos- ellas nunca saben nada. La culpa, claro, es de los técnicos que les hacen firmar cosas raras.La culpa es siempre de los de abajo, que pierden derechos y calidad de vida a velocidad de vértigo y que, a pesar de eso, callan y pagan, porque no saben qué hacer, a quién recurrir, cómo resistirse a la cantinela que les dice es necesario, no hay más remedio, lo hacemos por vosotros, aguantad.
Es muy consciente de que tal vez uno de estos días su entidad bancaria se vaya al carajo y desaparezcan sus ahorros como por arte de magia, o que le ofrezcan tras el desastre una “solución muy ventajosa”, por la cual no volverá a ver su dinero hasta dentro de veinte años. Tal vez regrese al trabajo y le digan que no hace falta que vuelva, que ya no hay presupuesto ni para pagarle la nómina. Puede que suceda lo que era impensable hace unos años, y pase de ser currante con contrato fijo a parada o con contrato basura, y de ahí a nueva pobre hay sólo un paso.
Por todo ello ha decidido dedicarse un autohomenaje y ahorrar para regalarse un placer privado, una soledad gongorina, un refugio en lugar elevado. Algo así como fumarse con gusto el último pitillo, antes de que el pelotón la apunte al pecho, cuando todavía puede permitírselo. A cambio seguirá sin ir al centro de belleza, al cine, al teatro, a exposiciones en los museos, a las librerías. No pisará una agencia de viajes, ni comerá de nuevo en restaurantes de gama media-alta. Alargará cuanto pueda la visita a la peluquera, y no se comprará ropa ni zapatos si no es imprescindible hacerlo, y remendará tanto como se lo permitan el zapatero y su kit de costura.
De todo ello le duele, sobre todo, perderse el teatro. Cada función es irrepetible y única, y ya no recuerda cuándo fue por última vez.La primera no la olvidará nunca: fue en el Teatro Nacional. Con sus ojos de chica de provincias contempló fascinada a Laia Marull – Lulú-descendiendo desde las alturas completamente desnuda en el interior de una bola del mundo. Laia Marull fue la Belleza esa noche; la Belleza que ha vuelto a atisbar en contadas ocasiones –preciosas para ella- en la voz y los gestos de otros buenos actores y actrices. Pero ya no más. El teatro es precioso para ella, pero se ha convertido en un lujo que no podrá permitirse.   
Como estas últimas vacaciones. Hoy vuelve de un paraíso al que no sabe si podrá regresar jamás, pero que se ha acercado mucho al recuerdo de un jardín del Edén del que fue expulsada, hace ya tanto tiempo. Durante cuatro días la han despertado los trinos de los pájaros, el silbido del tren cremallera, los ladridos de los mastines, el mugido de las vacas a las que ha saludado, cada mañana, desde el balcón de su habitación. Ha comido y dormido maravillosamente. Se ha dado duchas de esencias, ha tomado el sol en una tumbona sobre el césped y ha permanecido en un burbujeante jakuzzi hasta que la piel de las manos le ha dicho basta. Ha gozado y ha hecho gozar en una cama amplia y mullida, sin preocuparse lo más mínimo por la prima de riesgo. De hecho, no ha visto el telediario ni un solo día. En su lugar, ha viajado al mundo del music hall en Londres a finales del diecinueve de la mano de El lustre de la perla, magnífica novela de Sarah Waters.
Hoy se siente un tanto extraña, de nuevo bombardeada por las noticias del telediario, mareada en la vorágine de lagran urbe. Sabe lo que ha sucedido en su ausencia: una comunidad autónoma ya ha caído. Quizás la suya sea la próxima. Pero acaba de volver del Edén, ése que sus buenas horas de trabajo le costó; el lugar donde ha revivido el amor por la vida en su dulce, frágil simplicidad. Ha recordado en su retiro que todo irá bien mientras pueda disfrutar de sus grandes, pequeños placeres: la escritura, la lectura, el amor y el cuerpo. De pie frente al televisor, con la insolencia de Nan Rey le dice al mundo que haga lo que le venga en gana. Come what may, ella seguirá adelante: no les dará el gusto de robarle, también, la alegría.