Revista Arte

El último Renacimiento en el Arte fue el renacimiento romántico más sutil del genial pintor clásico Ingres.

Por Artepoesia
El último Renacimiento en el Arte fue el renacimiento romántico más sutil del genial pintor clásico Ingres.
 El Renacimiento fue una revolución artística habida a finales del siglo XV por unos creadores que volvieron sus ojos al esplendor más clásico expresado en la cumbre del Arte griego. Entonces comprendieron los artistas italianos que el mundo de la belleza no podía ser representado de otra forma más que esa. Fue una conmoción que Leonardo da Vinci, por ejemplo, llevaría a lo más sublime representado en una modelo retratada. Era la mirada, era la forma autónoma de un retratado que tenía vida propia y que el pintor, si acaso, tan solo daba forma artística siguiendo las normas estilísticas del clasicismo. Fue un renacer pero fue una revolución. El Arte nunca había conocido la combinación completa de imagen, sentido, idea, concepto, filosofía..., hasta llegar a definir una manera de pintar que atravesaría la historia y mantendría esa práctica pictórica hasta incluso el siglo XVIII y más allá. Es cierto que el Barroco y el Rococó fueron manifestaciones artísticas primorosas para expresar otras cosas añadidas, pero, sin embargo, el clasicismo se mantendría incólume y necesario para llevar una emoción artística a una expresión artística determinada. Es cierto también que en la segunda mitad del siglo XVIII unos pintores atrevidos transformaron la expresión pictórica por completo llevando la pintura a otra cosa, a una estética más allá de una plástica forma clásica de expresión dibujada. Fueron los prerrománticos, unos creadores que rompieron las normas y avanzaron rápidamente en el sublime gesto artístico de la composición, de la temática, de la abstracción, de la ensoñación o de lo fantástico. Henry Fuseli (1741-1825) fue un claro ejemplo de creador revolucionario. Pero la historia del Arte pasaría por encima de ellos con la convicción de que lo expresivo no puede cortar radicalmente con la Belleza. El Neoclasicismo lucharía por disponer el puesto eximio de la gloria artística de finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. El pintor francés David sería un representante decisivo para la consecución y posesión de la mejor pintura clásica de aquellos años. 

Un alumno suyo, Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867), copiaría su forma de trabajar y llevaría a cabo retratos y obras históricas que ensalzarían así la pintura clasicista de su maestro. Pero los grandes creadores nunca se dejarán llevar por la senda poderosa de sus antecesores. Ingres acabaría trastornado por la difícil posición de un artista en el comienzo del siglo XIX, cuando el mundo no admitiría otra forma que la excelsa clásica y correcta forma equilibrada de pintar. Así pintaría obras extraordinarias, modelos perfectos de su arraigada línea clásica. Los retratos de Ingres fueron aclamados por su maravillosa expresión diseñadora de belleza. Sin embargo, el pintor francés no acabaría de sentirse satisfecho en su prurito inspirador más misterioso del Arte, ese que hace que algunos creadores no puedan evitar componer la belleza de una forma diferente a como antes se entendía. Y se arriesgaría Ingres al gusto del público, de la crítica, de sus maestros. Algo sucedía en el mundo entonces que el pintor nunca pudo llegar a comprender del todo. Sólo sabía que la expresión de la belleza que él buscaba, perdido entre los lienzos clásicos de su estudio romano, tenía necesariamente que disponer de una distinción estética tan extraordinaria como revolucionaria. A pesar del posible rechazo, a pesar de la incomprensión o del descalabro del sentido artístico tan asentado en los peldaños meritorios del mundo del Arte. ¿Qué fue lo que llevaría a un creador profundamente clásico a bordear la emoción romántica, algo que, por entonces, apenas se vislumbraría entre los lienzos más representativos de la segunda década del siglo XIX? La misma sensación que llevaría a Leonardo da Vinci a girar sus modelos perfectos con el sesgo grandioso de un Renacimiento arrebatador. 

En su estudio de Roma, ciudad a la que Ingres había llegado en 1806 para completar una beca de la Academia de Francia, compondría el díscolo pintor una obra representativa de ese paso vertiginoso que fue el del Clasicismo al Romanticismo. Una revolución, un terremoto artístico entre los cimientos arraigados de la creación pictórica. La reina de Nápoles de entonces, hermana de Napoleón, Caroline Murat, le encargaría un desnudo de mujer con los mejores deseos de perfección clásica femenina. Pero Ingres no pudo evitarlo, no pudo traicionar su sentido estético tan personal, algo que, por entonces, le llevaría a romper, apenas mínimamente, con el poderoso imperio clasicista de la época napoleónica. Su obra La gran Odalisca transformaría la belleza sin rasgar en exceso la forma aceptada de una belleza clásica. Como sucedería en el Renacimiento tardío con una nueva forma de expresión por entonces, el Manierismo, alcanzaría Ingres a sublimar la belleza de una forma que, ésta, acabaría siendo metabolizada por los inspirados efluvios de lo diferente. La modelo oriental de Ingres está transformada, alterada, cambiada en sus dimensiones y rasgos por un impulso arrebatador de creación sublimada de belleza. El alargamiento de su espalda es tan evidente, sin embargo, que la columna vertebral de la modelo dispone de tres vértebras más que la que una espalda humana contiene. ¿Rompe eso la belleza? ¿Lleva la forma clásica de la mujer a alguna grotesca sensación chirriante? En absoluto. El genio de Ingres, su capacidad de ser un artista extraordinario, consigue convertir una característica estética innovadora en una maravillosa forma sublime de belleza. Luego, hasta el color lo matizaría con leves tonos ajenos a la grandiosidad clásica establecida. También ofrecería su pintura revolucionaria un contraste, uno más, entre la perfecta dimensión de las formas de los objetos retratados con la manierista expresión estética de la modelo retratada. Con Ingres el mundo empezaría a comprender, aunque aún tardaría años, que la belleza no es exactamente la reproducción exacta y perfecta de la naturaleza. Que la belleza humana, precisamente por ser humana, llevará siempre un rasgo diferenciador, un matiz, una imperfección, un desequilibrio tan bello, tan excelso, tan arrebatador, como el que una mirada enamorada experimentaría siempre al percibir los detalles, tan poco agraciados, de la propia belleza que ama.  

(Óleo neoclasicista y romántico del pintor francés Jean-Auguste-Dominique Ingres, La Gran Odalisca, 1814, Museo del Louvre, París.)


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