De niño, los libros de Emilio Salgari (y las adaptaciones al cómic) me fascinaban. Recuerdo con especial júbilo lo que significaron para mí Sandokán y El Corsario Negro. Siempre fue la clase de escritor injustamente menospreciado por su éxito y por su producción ingente, tan prolífica que tuvo que firmar algunas novelas con pseudónimo para saltarse los contratos que lo ataban a los editores.
Lo que ha hecho Ernesto Ferrero es digno de elogio. Como él mismo apunta al final:
Esta “novela con personajes reales” mezcla personas, hechos, situaciones, documentos auténticos y otros inventados, que, sin embargo, se esfuerzan en ser verosímiles y en contribuir a la búsqueda de una verdad humana y poética, que es en lo que debería consistir el trabajo literario.
Anotadas esas palabras del autor, yo no debería añadir más. Sirven de sobra para conocer sus intenciones y sus logros. Yo he disfrutado con la narración de estos últimos años de Salgari, quien, para quien no lo sepa aún, se suicidó en un bosque, y su muerte fue atroz y debió ser muy dolorosa: primero se rajó el vientre y, como tardaba en morir, se cortó el cuello. Un fragmento del libro:
Otro escritor se hubiese hecho rico, pero él debía haber firmado los contratos sin leer bien las cláusulas, como si tuviera prisa por deshacerse de lo que había escrito, conformándose con cuatro duros, cuatro pero inmediatos. Los editores se aprovecharon. Parece que por algunos relatos le dieron la miseria de diez o doce liras. ¡Es realmente extraño el caso de un escritor vertiginoso que ha enriquecido a los editores y se ha quedado pobre! Aun así, ¡lo han traducido en Francia, España, Alemania y Bohemia! Cuesta de creer. Incluso el editor Donath de Génova, un pobre diablo alemán, dicen que hebreo, viene a Italia para hacer fortuna y encuentra su mina de oro en el señor Salgari, que a cambio tiene que vivir su día a día luchando con la neurastenia.
[Traducción de Elena Rodríguez]