Por: Manuel García
Lo que conmueve de este trabajo es el estilo sencillo y afectuoso que convierte al divulgador en un cuentacuentos hábil que, busca en la complicidad de su hijo Ulises, un motivo para desentrañar los apasionantes misterios que rodean el origen del universo. Las propuestas científicas que se explican no esconden el particular tributo que Juan Carlos Ortega rinde a su hijo como reflejo de ese don genesiaco que nos asiste tras la combustión de las estrellas. El preciosismo de su prosa en algunos momentos, junto a un uso aparentemente cómodo de la ironía, nos permiten descubrir los entresijos y vislumbrar entre bambalinas algunas anécdotas que condicionaron la mayor parte de los descubrimientos, pues el azar y una pasión caótica inexorables persisten en la expansión de las galaxias, en el enfriamiento de las estrellas y, por analogía, en las averiguaciones de los científicos a lo largo de nuestra historia.
El modelo explicativo de Juan Carlos Ortega se focaliza principalmente en las leyes de Newton, en la velocidad de la luz y en el origen de el Sol. Son estos tres elementos la argamasa que necesita su ensayo para intervenir con emocionantes confesiones en su ambiciosa perspectiva de estudio. El milagro de su ejercicio es su habilidad para fundir cuantiosas ecuaciones e ingentes cantidades de experimentos en ejemplos caseros y en imágenes costumbristas que trasladan esas arduas investigaciones a juegos y figuras que apenas se alejan del imaginario que caracteriza al humor de Juan Carlos Ortega.
Lo asiste siempre una prosa sencilla, llena de matices para no perder el hilo entre la teoría y su aplicación didáctica, pendiente siempre de Ulises y del lector, pues su discurso no deja de ser nunca aleccionador, hermosamente aleccionador, y cada apartado se convierte en una epístola para su hijo. Porque la mejor herencia es precisamente el universo que se contempla bajo la senectud de la paternidad o bajo la ingenuidad de un principito, cuyos ojos hambrientos se asoman al mundo con ganas de saber. Hay un tono nostálgico en sus reflexiones, reminiscencias a Saint-Exupéry que enfatizan esa intención divulgativa del texto, pero inspirándose en el asombro, que tanto preservaron los antiguos griegos, moviéndose Ortega en un planteamiento deductivo que traduce los inextricables enigmas en metáforas de una realidad insondable.
Tan solo la poesía y la ciencia como poesía razonada permiten que algunos, de la mano de Ulises, digamos que merece la pena seguir viviendo para reconocer que los átomos de nuestro cuerpo alguna vez formaron parte de una estrella. Enhorabuena, Juan Carlos, y gracias.
“Querido Ulises:
El universo es un lugar rematadamente extraño. El problema es que no hay nada con lo que podamos compararlo. Solemos juzgar la rareza de las cosas en función de otras que nos parecen normales. Una bicicleta, un poema o una catedral gótica pueden resultarnos chocantes, pero sólo si hemos conocido bicicletas, poemas o catedrales góticas que no nos han llamado especialmente la atención” (pág. 13).
“Nos movemos entre la defensa de la sociabilidad total o la del autismo perfecto, pero existen caminos intermedios, posiciones mezcladas que pueden regalarnos auténticos momentos de alegría. Lo ideal es estar con la gente, dejarse contagiar por su alegría y procurársela también nosotros, pero sin tener miedo a no ser como ellos. Estar con los demás sabiendo retirarse a tiempo. Imagino a Aristarco y también a la mayoría de los sabios como magníficos seguidores de esta actitud: encantados con la gente sin dejar de ser lo que eran, un modo de estar en el mundo que podríamos llamar sociabilidad individualista y que consigue que seamos capaces de atrevernos con todo” (pág. 54).
“Los átomos de hidrógeno de las estrellas se transforman, como acabadas de ver, en átomos de helio. Éstos, a su vez, van convirtiéndose, gracias a la fusión nuclear, en elementos más pesados, como el hierro y el carbono, sustancias de las que tú estás hecho. Cada átomo de tu cuerpo y del mío, y también del de todos tus amigos, fue creado dentro de un sol lejano” (pág. 247).
“Considero que nadie en su sano juicio puede tener la certeza de haber dado con una explicación acerca del enigma de la libertad. Nadie sabe por qué podemos tomar decisiones, por qué una parte de esta ciega maquinaria cósmica puede actuar al margen de ella, poniéndose un poco por encima y alterando la realidad a su antojo” (pág. 342).