Preguntas al errante
Ronald Littyan y su esposa Taneka fueron las primeras personas con las que hablé durante más de tres minutos en los últimos ochenta años. Era difícil hablar con humanos, en especial cuando no podías mirarlos a los ojos sin que se echaran a gritar. En aquel entonces no existían las lentillas, aún no. Tampoco es que yo fuera particularmente hablador. De hecho, si lo recuerdo, aquellas primeras conversaciones fueron más bien molestas. Ronald me arrancaba las palabras con tenazas candentes y una curiosidad insaciable. —¿Entonces, cómo es? —preguntaba el hombre en aquel momento, mirándome con entusiasmo—. Convertirse en vampiro. He oído que duele. Estaba sentado junto a la pequeña mesa, con él. Taneka permanecía apartada, preparando un té. Oía su corazón: rápido, fuerte. Estaba asustada. Definitivamente no le gustaba la idea de que hubiera un vampiro en su cocina. —Sí —respondí, reticente. No entendía cómo había llegado a este punto, a meterme en casa de una pareja recién casada, acosado a preguntas de aquel extraño humano que quería saberlo todo sobre nosotros. —¿Mucho? —insistió Ronald—. Los libros dicen… —Los libros no dicen nada —repliqué con brusquedad—. Ninguno de ellos ha sido escrito por un vampiro. Él alzó las cejas. —Ya —asintió—. Pero los libros de vampirismo son todo lo que tengo para entenderos. ¿Por qué quería… entendernos? No lo comprendía. Era la primera vez que alguien mostraba semejante interés por… nosotros. Nunca nadie me había mirado así, ni me había hablado así. Yo crecí en un rebaño. Sabía todo lo que había que saber. Luego, convertido en vampiro, tampoco tenía preguntas ni las recibía. Pero los ojos de Ronald brillaban con verdadero interés, mientras el corazón de su esposa parecía angustiado. Me pregunté si él lo sabía. Debería. —Pero convertirse en vampiro, ¿realmente es tan doloroso? —insistió de nuevo. —Sí —repliqué, cortante—. ¿Por qué? ¿Quieres convertirte? Se oyó una exclamación, y algo se rompió. Una taza. Notaba el olor del té derramado… Y la sangre. Por la más arraigada educación me saqué el pañuelo del bolsillo y se lo tendí a Taneka sin mirarla. Ella titubeó. —G… Gracias —musitó, visiblemente incómoda. Me lo cogió y salió de la cocina. —Perdónala —pidió Ronald—. Está un poco nerviosa. —Ya lo sé —respondí—. Quizá deberías escucharla. —¿Por qué? —Él sonrió—. ¿Eres peligroso? —Soy un vampiro. —Eso no contesta a mi pregunta. Fruncí el ceño. Esa actitud tan serena me sorprendía. Los humanos no eran serenos cuando se trataba de vampiros. El miedo estaba arraigado en ellos cuando nos veían, cuando pensaban que éramos reales. Aquella atracción… no era normal. —No —dije al final—. No voy a tocaros a ti ni a tu esposa. —¿Ves? No hay nada que temer. —Ronald sonrió—. Y respondiendo a tu pregunta, no, no quiero convertirme, pero me interesa mucho tu naturaleza, tu… sociedad. —¿Sociedad? —Hay ciudades de vampiros, ¿no? —Yo no diría ciudades. Familias asentadas, en todo caso. —Familias… Así que sois criaturas sociales. —Podemos serlo. —¿Qué os diferencia de los humanos? Alcé una ceja. —¿Aparte de lo obvio? —inquirí en voz baja. —Sí, aparte de alimentaros de sangre. —Ronald rió alegremente—. Aunque hablando de eso, ¿cómo funciona? ¿Te sirve la sangre de animal? —No. —Vaya… Yo creía… —Puede sustentarnos durante unos meses, pero no nos fortalece tanto como la sangre de humano, y morimos al final. —Comprendo. —Ronald ladeó la cabeza, con la mirada perdida, como si tomara notas mentales sobre lo que decía, cada palabra—. ¿Y aparte de eso? ¿Qué te diferencia de mí? Lentamente extendí mi mano y le indiqué mi muñeca con un gesto. Él alzó las cejas y me tomó el pulso. —Oh —dijo—. No tienes. —No. Mi sangre no corre por mis venas. Mi corazón no late. Mi existencia es el constante desgaste de la sangre que se usa para recomponer cualquier descompuesto de mi cuerpo, y se repone cuando me alimento. —Como… un proceso de alimentación simplificado, ¿no? —Parecía entusiasmado—. La sangre se gasta para curarte, y bebes sangre para reponer ese desgaste. Es fascinante. ¿Y qué más? ¿Respiras? —No tengo necesidad, pero puedo hacerlo. —¿Digestión? —No. La sangre entra y rellena mis venas. Es inmediato. —Por eso os regeneráis tan deprisa. Fruncí un poco el ceño. Bueno, los cazadores de vampiros sabían todo eso. Nos conocían… casi tan bien como nosotros mismos. No significaba nada explicar aquellas cosas, pero sí resultaba extraño que me las preguntara. Sospechoso, en cierto modo. Tal vez era yo. Tal vez no sabía cómo confiar en un humano. De pronto noté algo. Era un hilo al romperse por la tensión, un finísimo cristal al quebrarse. Era la sensación que todo vampiro tiene cuando rompe el alba y llega un nuevo día. Gruñí por lo bajo, más allá de mi voluntad. Estaba encerrado en aquella casa llena de ventanas. Ronald dio un respingo. —¡Vaya! —exclamó—. ¿Es por la mañana? No le pregunté cómo sabía que mi incomodidad era por eso. —Te he entretenido demasiado, ¿verdad? —Sonrió alegremente—. El tiempo vuela cuando uno está entusiasmado. Mira, tenemos un desván; no entra nada de luz, así que podrías quedarte allí durante el día, si quieres. Lo miré, frunciendo ligeramente el ceño. Me estaba invitando a su casa. Un humano me invitaba a quedarme en su casa, en su desván. Una nueva guardia, al menos un tiempo. Un día, dos. No importaba. —Gracias —murmuré. Ronald rió en respuesta, como si mi educación le hiciera gracia. Humanos.