La Partida del Errante
—¿Por cuánto tiempo va a quedarse? Alcé la cabeza. Taneka había abordado a Ronald en el piso inferior, mientras se preparaban para irse, muy temprano. No pude evitarlo: agudicé el oído, prestando atención. No era la primera vez que le hacía esa pregunta, pero hasta entonces había sido casi cordial. Ahora se notaba su incomodidad a la legua. —Pues no lo sé, el que necesite —respondió él, tonto como un ajo. —¡El que necesite! ¡Es eterno! —No es eterno. —Ronald rió con dulzura—. Sólo es muy longevo. —Me da lo mismo, Ron. No puede quedarse aquí para siempre. —Bueno, ¿y por qué no? —¡Oh! ¡No es un perro callejero! —Claro que no, es un vampiro. —¡Exacto! Ronald Littyan, por favor… —Vamos, Taneka, amor. ¿Qué te pasa? Nosuë es inofensivo. —¡Inofensivo! Lo he visto volver a casa de sus… cacerías. ¿Y los rumores? ¿Desaparecidos, asesinatos? —Tonterías. Nosuë me aseguró que a sus víctimas jamás les pasa nada. —¡Pamplinas! ¡Te diría lo que fuera con tal de quedarse en nuestro desván! —¡Taneka! No le habrás dicho eso. —Claro que no, soy educada. Lo oí suspirar pacientemente. —Querida —dijo Ronald—. Nosuë es como tú y yo, como un ser humano. —Sí, Ron, los asesinos y ladrones también son seres humanos. Me estaba comparando con un asesino. Eso era bastante cruel incluso para una mujer asustada, porque no había vuelto a matar a nadie desde hacía siglos. Sí, era un cazador. Sí, era un vampiro. Sí, era un errante. Pero eso no implicaba matar. No implicaba hacer sufrir. No implicaba ser un monstruo. Oh, bueno. Para vosotros, ¿qué diferencia hay entre un vampiro y un monstruo? Para Ronald había un mundo. Para Taneka, nada. —Querida, no nos ha hecho daño —insistió el hombre—. Y habla más bajo, puede oírnos. —¡Que nos oiga! Ronie, querido, estoy asustada… —Vamos, amor mío, ¿por qué? Es una buena persona. —¡Persona! ¡Tiene colmillos, Ronald! ¡Gruñe como el tigre del zoológico! —¿Y qué? Yo también gruño cuando estamos en la cama. —¡Oh! ¡Descarado! Él rió despreocupadamente. No se tomaba en serio a Taneka. Sus miedos, sus inseguridades. El temor de su esposa no tenía sentido para Ronald, que me había buscado y estudiado toda su vida. Pero yo había visto muchas veces el terror que había en los ojos de esa mujer. Los humanos son así: nos miran como a los monstruos salidos de sus más horrorosas pesadillas. No nos entienden… y la mayoría tampoco quieren. Llevaba un total de treinta y siete noches en aquella casa, disfrutando de la comodidad del desván: lo había limpiado y reacondicionado, había ordenado los trastos y podía pasar largas horas vacías sentado en un cómodo sillón de estampado verde esmeralda. Pero no podía durar. Lo había sabido desde el principio, pero la certeza llegaba más pronto de lo que había esperado. Sabía que el libro de Ronald estaba a medias. «Bueno», pensé con amargura. «Tendrá que acabarlo solo». Al menos tenía una buena cantidad de respuestas con las que completarlo. Por desgracia, para cuando tomé aquella resolución era de día, de modo que tenía que quedarme allí, a oscuras, a salvo del sol. Pero lo haría. Me iría. Dejaría en paz a aquella feliz pareja de recién casados y seguiría mi vida como errante… durante, probablemente, muchos siglos más. Cuando el sol bajó, Taneka regresó a casa de su trabajo en la pastelería. Tenía una mancha de masa seca en la mejilla, pero no parecía darse cuenta. Me vio apoyado en el marco de la puerta que separaba el pequeño recibidor y el salón, y lanzó un grito de horror. —¡Nosuë! —exclamó con voz ahogada—. Va-vaya, me has asustado. —Sí, ya lo sé —respondí en voz baja—. Te asustas muy fácilmente si estoy cerca. Se ruborizó. Pensé que lo estaba imaginando, pero no, se ruborizó. Sabía que conocía sus pensamientos hacia mí, y le avergonzaba. —Yo… Bueno… —musitó. —Soy un vampiro, Taneka. La interrumpí y me enderecé, lenta, suavemente, sin hacer movimientos bruscos. Me sentía como si tratara con un cachorro fuera de control, o con un animalillo asustado. —Sé que te incomoda tenerme aquí —dije—. Sé que no duermes y en el trabajo estás torpe y nerviosa, porque hay un vampiro en tu desván. —Nosuë, yo… En aquel momento la puerta volvió a abrirse, y Ronald entró. —¡Ah, hola! —Sonrió alegremente, aunque cansado después de todo el día en el periódico escribiendo artículos, recortándolos, maquetándolos y escuchando las exigencias de su jefe, que por lo visto era un tirano—. Vaya, creo que nunca os había visto hablar a solas. —Me alegro de que hayas llegado —saludé—. Voy a deciros algo a los dos. —¿Puede ser mientras cenamos? Bueno, nosotros. —Sé quién va a cenar, Ronald. Y no. Tiene que ser ahora. —Vale. Me miraba con franca curiosidad, con verdadero interés. Tenía una mancha de tinta en la nariz. ¿Por qué siempre llegaban manchados a casa? —Me voy. Ronald no lo entendió, porque lanzó una carcajada. —¿Pero no tenías algo que decirnos? —preguntó, divertido—. ¿Ahora dices que te vas? —Eso es lo que tengo que decir, Ronald. Que me voy. —Bueno, te vas muchas noches. —No me estás entendiendo. Me voy. Del todo. No voy a volver. Taneka se cubrió la boca con una mano, conteniendo el aliento, pero su corazón latía apresurado. El de Ronald no. —¿Qué…? —musitó—. No, espera, ¿por qué? ¡Taneka! —¡No he dicho nada! —exclamó ella. —No lo ha hecho —afirmé—. Simplemente creo que es hora de buscar otros horizontes. —¿Otros horizontes? Tú necesitas estabilidad, Nosuë, me lo has dicho muchas veces, para eso fuiste criado. —Aquí no voy a tener estabilidad, soy un poco bienvenido parásito. Ronald le lanzó una mirada dura a su esposa. Lo lamenté por ella, porque no era culpa suya. Simulé un suspiro, por inercia, viejas costumbres humanas, y me enderecé. —Escuchad, yo… De pronto las palabras murieron. Ambos me miraban, pero no dije nada. Había oído algo. —¿Esperáis visita? —susurré. —¿Visita a estas horas? —Ronald alzó las cejas—. No, ¿por qué? —Porque he oído pasos fuera… y se acercan. Con un golpe la puerta se abrió.