El Ataque del Errante
Eran tres. Entraron con cuchillos y gritos y una moderna arma de fuego. El que la empuñaba disparó al techo. —¡TODO EL MUNDO AL SUELO! ¡AHORA! Takena chilló de espanto, y Ronald la empujó para que se acostara en el suelo, protegiéndola con su cuerpo. Estaban temblando. Estaban asustados. —¡Queremos las joyas y el dinero, y lo queremos ya! —gritó el hombre—. ¡Tú, paliducho, al suelo, maldición! —¡Venga! —Otro de los asaltantes me apuntó con su navaja—. ¡Al suelo, hemos dicho! Alcé lentamente una ceja. Los filos de los humanos no me asustaban. Un vampiro no siente dolor de la misma manera ni en la misma medida. ¿Podían apuñalarme? Sí. ¿Matarme con eso? Difícilmente. Claro que ellos no lo sabían. —¡QUE TE ECHES AL SUELO, MALDITO! El tercer hombre se agachó y agarró a Taneka del pelo, obligándola a arrodillarse para amenazarme con su vida si no obedecía. Ronald le gritó algo que no escuché. La miré a los ojos un instante, sólo un instante. Luego tomé al hombre del cuello y lo levanté del suelo. Rápido. Apenas visible. Inevitable. Intentó chillar y me pateó, pero no lo solté. Lo mantuve levantado, asfixiándolo. —Estás agrediendo a mis anfitriones —susurré—. Eso no está bien. ¿No tenéis una pizca de decoro? Estaba aterrorizado. Me había movido más rápido que su vista y lo estaba ahogando. Podría matarlo con un simple gesto, ni siquiera necesitaba mis colmillos. De pronto se oyó un atronador retumbo, y noté una punzada en la espalda. Olí la pólvora. —¡Nosuë! —gritó Ronald con horror. Me acababan de disparar. —¿Pero qué…? —musitó mi agresor. Solté al enemigo, que con un jadeo cayó al suelo, intentando recuperar el aliento. Me volví lentamente. La herida apenas dolía, y desde luego, no sangraba. En realidad me molestaba más el hecho de que me hubiera estropeado la ropa. —Eso no ha estado bien —comenté en voz baja. El hombre sostenía la pistola, apuntando hacia mí, pero no con la suficiente fuerza. Temblaba como una hoja. El que casi había ahogado ni siquiera se levantó del suelo, y el otro permanecía inmóvil a un lado, incrédulo. Pero qué humanos tan patéticos. Venían, pretendían robar e incluso asesinar, no les importaba hacer daño… pero la idea de sufrir ellos mismos los dejaba paralizados. Verdaderamente patético. «Para morder tienes que estar preparado para ser mordido», decía mi sire cuando vivía. Y tenía razón. Si quieres matar, robar, herir o cazar, tienes que estar dispuesto a sufrir las represalias. Es una ley natural. Una ley que los humanos tienden a olvidar. —Oh, mi Dios… —susurré—. A veces no puedo soportaros. —¿Q… qué…? —El hombre que me apuntaba temblaba. —¿Ronald, Taneka? —Sabía que tenía su atención, así que no los miré—. Os recomiendo taparos los ojos. Ronald se tiró sobre su esposa, y yo acabé con la pequeña molestia de los visitantes imprevistos. Cuando susurré que ya podían mirar, Taneka lo hizo con pavor. Su mirada se quedó trabada en el cuerpo más cercano. —¿Están…? —musitó con voz ahogada. —No —negué—. Sólo los he dejado inconscientes. «Aunque puede ser un problema», pensé con fastidio. La pareja se levantó. Me sorprendió mucho que Taneka sea cercara un paso vacilante. —¿Es…? ¿Estás bien? —preguntó. Parpadeé y la miré, alzando una ceja. Ronald estaba un poco por detrás, mirándome con ansiedad… la misma que había en los ojos de su esposa, noté. Como si les importara. —Sí —asentí con calma—. Esto es algo que apenas puede hacerme daño. —V… Vaya. Creo que Taneka buscaba una broma para aligerar el tema, pero no encontró ninguna, así que se quedó callada y tensa. —Me libraré de ellos —dije—. Los dejaré en alguna parte. —Pero hablarán —terció Ronald—. Hablarán de ti. —Si lo hacen es probable que nadie se los tome en serio. —Me encogí de hombros. —Pero los rumores atraen a los cazadores de vampiros. —No te preocupes, Ronald. Me encargaré de todo. Me agaché para coger uno de los cuerpos y ponérmelo sobre el hombro. Era un hombre más robusto y pesado, pero yo era un vampiro, y por tanto mi fuerza era muy superior a lo que parecía. —Vale. —Ronald suspiró, mirándome—. Confiamos en ti. Noté que ponía la mano en el hombro de su esposa. —Por si acaso, no le contéis a nadie que habéis sido asaltados —pedí—. Es más probable que os crean a vosotros que a ellos. —No te preocupes, no diremos nada. Al fin y al cabo, no hay nada que lamentar. —Bien. Me subí el otro hombre al otro hombro. Era más incómodo que pesado, llevarlos así. El tercero lo cogí como un saco por la cintura. Todos estaban vivos y bien: respiraban, el corazón les latía con normalidad… aunque debería haberlos eliminado. Debería, pero me parecía muy poco civilizado por mi parte. —Ah… N… Nosuë… —musitó Taneka. —No me des las gracias —le pedí con hastío. —No… No iba a hacerlo. Gruñí por lo bajo sin querer, y la miré de medio lado. Ella se relamió los labios; oía sus latidos, rápidos como los de un colibrí. —Eh… —masculló—. Es… Ha-hasta el amanecer. Me quedé inmóvil. Acababa de despedirse como si fuera a volver. —Vale —respondí. Como no sabía qué más hacer, salí de allí, amparado en la noche, con los tres cuerpos a cuestas.