La Despedida del Errante
Los dejé inconscientes cerca de la casa del gendarme, donde serían encontrados armados y con un aspecto muy sospechoso, aparte de dormidos. Con un poco de suerte, aquello sería lo bastante llamativo como para requerir una investigación. Preguntarían a los Littyan, desde luego, pero si ellos negaban haber sufrido ningún altercado los ladrones serían considerados unos desequilibrados y nada más. Quizá incluso se les culparía de otros robos no frustrados por vampiros. «Debería acabar con ellos», pensé mientras los veía yacer ahí, amontonados, inconscientes. «Eso evitaría muchos problemas». Lo haría. Semejante purria no merecía gran cosa, al fin y al cabo. No soy muy tolerante con la criminalidad. Bueno, si el criminal hubiera sido un vampiro seguro que me hubiera tomado la justicia por mi mano, con mayor o menor razón. Antaño, mi familia poseía un amplio territorio. Los humanos no lo sabían, desde luego, pero nosotros protegíamos una vasta cantidad de terreno y pueblos, de vampiros menos… amistosos. Errantes. Vagabundos. Bestias. Criaturas lastimosas y arrogantes que mataban cuando podían elegir no hacerlo. Aquellos eran nuestros criminales, entre otros. Y no los tolerábamos. Yo ya no formaba parte de una familia. Era otro errante, nada más, y desde luego no tenía territorio. Pero no toleraría un abuso de nuestra condición. No tenía nada que proteger, pero combatiría a la bestia de mi gente si la encontraba. No obstante, aquel no era el caso. En aquella ocasión eran los propios humanos los que se atacaban entre sí… como casi siempre. Y eran ellos mismos los que debían encargarse de sus crímenes. Hay que admitir que no lo hacían demasiado bien. Gruñí, sacudiendo la cabeza. Daba igual. Aquel no era asunto mío. Me marchaba, así que incluso si aquellos tres criminales atraían la atención de los cazadores de vampiros no podrían hacerme daño. Iba a irme esa misma noche; para el amanecer ya habría encontrado una cueva en las montañas donde pasar las horas de sol. Con esta idea en mente me lancé a las calles menos transitadas en dirección a las afueras, dispuesto a dejarlo todo. Pero no pude. No pude porque recordaba la despedida de Taneka: hasta el amanecer. Como si quisiera que regresara con ellos. Lo cual es absurdo, ¿verdad? Porque ella me temía, me odiaba, y por mucho que Ronald creyera necesitarme para acabar su libro, no podía seguir allí, donde su esposa casi no podía dormir por mi presencia. No obstante, ahora me despedía así, como si nos fuéramos a ver mañana de nuevo sin ningún problema. La noche anterior quería que me marchara. Supongo que Taneka estaba agradecida por el modo en que los había protegido, pero no tenía tanta importancia para mí. Los asaltantes vinieron y amenazaron a mis anfitriones, ¿qué clase de huésped hubiera sido si me hubiera quedado quieto mientras les robaban todo lo que tenían? Uno muy indigno, seguro. Me detuve cuando veía ya el camino que me sacaría de la ciudad. Se perdía entre las colinas; cerca había un pequeño bosque en el que podría ocultarme cuando amaneciera, o más allá, si quería arriesgarme, probablemente habría algún granero. Irme no debería ser tan difícil como estaba siendo. Sólo un paso tras otro. Eso era lo que significaba vagar por la tierra de los hombres como una pesadilla errante. Quedarme debería ser más complicado. Quedarme, convivir con algunos de estos humanos hasta que fuera demasiado obvio que yo no envejecía. «No puedo quedarme con ellos», me dije con amargura. Por mucho que Ronald se sintiera atraído por mi mundo, no pertenecían a él. No podían. Pero debía admitir que aquella despedida había sido muy agradable. Amable. Familiar. Como si yo sí perteneciera a algún lugar. Al suyo, mejor dicho. Tomé una bocanada del frío aire de la noche y lo expulsé. —Voy a arrepentirme de esto —comenté en voz baja. Eso pensaba, pero de todos modos di media vuelta y deshice mis pasos, regresando a casa de los Littyan. «Sólo un día más», me dije. «Un único día». Cuando llegué era de madrugada, y Taneka estaba levantada; lo sé porque la olí, la oí, pero por primera vez su corazón no pareció asustado cuando abrí la puerta. Salió de la cocina y se reunió conmigo. Y sonrió. Muy ampliamente, he de decir. —Bienvenido —saludó.