Mi botiquín, Tánger, 2015. expatriadaxcojones.blogspot.com
Octubre de 2011, Tánger
Terremoto está enfermo. Tiene mocos. Fiebre. El cuerpo como el de un muñeco de trapo. No hay otra. Me toca llevarlo al médico. Pero en Tánger no conozco a ninguno. Pregunto a las demás madres. Casi todas las españolas me recomiendan el mismo.
Tengo su nombre, su dirección y el número de teléfono. Estoy de suerte. El pediatra tiene la consulta muy cerca de casa. A solo cuatro calles. Decido que iré andando.
Salgo en busca del señor de bata blanca. No lo encuentro. Pero sí a su enfermera, secretaria, ayudante o lo que sea. Intento pedir una cita.
Parece fácil pero no lo es en absoluto. La chica no habla español. Se dirige a mí en árabe. Yo no hablo francés. Lo intento con el inglés. Nada. Imposible comunicarnos. No entiendo una palabra de lo que me dice y ella tampoco hace ningún esfuerzo por ayudarme. Así que diez minutos después, me marcho igual que he llegado pero un poco más cabreada.
El Kalvo no está, para variar. Toda la semana en Argelia. Yo estoy sola con el niño. Hace poco que he llegado a Marruecos. Hacer cualquier cosa me cuesta horrores. Estoy perdida. Nerviosa. Sé que se trata de una tontería pero ahora mismo el tema me supera. Me vengo abajo. Llamo a mi padre por teléfono. No lo puedo evitar y, al contárselo, me pongo a llorar como cuando era una niña y él capaz de resolver todos mis problemas.
—Respira —me dice. —Cálmate. Así no conseguirás nada.
Respiro. Aprovecho para sacarme los mocos que han aparecido en torrente por mis fosas nasales. Cuento hasta diez. Creo que estoy algo mejor. Lo de respirar parece una chorrada pero me funciona. Cuelgo el teléfono y decido que mañana volveré a ir a la consulta. No me moveré de allí hasta que me de la puñetera hora.
Al día siguiente, lo tengo todo calculado. Viene una amiga a casa. Habla francés perfectamente. Pedirá la cita por mí. Le doy el número de teléfono y la oigo hablar tranquilamente. Mi plan da resultado. Al colgar, me dice satisfecha:
—Todo resuelto. Me ha dicho que te puedes pasar ahora mismo. —¡Fantástico! Muchísimas gracias.
Salgo a la calle y, en menos de diez minutos, me planto en la puerta de la consulta. Entro. Delante mío hay tres personas. Espero. Me toca. Y la enfermera, me mira y asiente con la cabeza. Me entrega un papelito. Casi se me salen los ojos de las órbitas cuando lo miro. Tengo el número ¡VEITISIETE!
Miro la sala de espera. Un bajo de lo más cutre. Lúgubre y deprimente. No hay una sola ventana. Una sucia bombilla cuelga del techo. Las paredes están llenas de humedades. Las cortinas roídas. No hay un solo juguete. Ni una revista. Eso sí. Hay un montón de gente. La sala de espera está hasta arriba. Veo niños con mocos. Niños tosiendo. Niños con fiebre. Niños quejándose. No soy una paranoica pero el Kalvo sí y todo se pega. Mi cabeza sólo es capaz de imaginar la cantidad de virus que habrá por aquí circulando a sus anchas. Menudo festín.
Vuelvo a mirar el papelito. Y sí, no es broma, tengo el número veintisiete. Tal y como lo veo no entro ni a última hora de la tarde. Me voy de allí cabizbaja. Desesperanzada. ¿Y ahora qué hago? Porque está claro que aquí con el niño no me quedo. Lo que no tenga lo pilla en este cuartucho. Fijo.
Salgo de allí pitando. De vuelta a casa me encuentro con otra madre. Una chica que ya lleva en Marruecos unos cuantos años. Muy amablemente me explica cómo funcionan las cosas. Por norma general, me dice, los médicos no dan hora, sino número. ¿Número? ¿Cómo en la pescadería?
—Pero…no pueden decirte, al menos, una hora ¿aunque sea aproximada? —pregunto. Y soy consciente de que mi voz suena algo exasperada. —No sé si pueden o no pero el caso es que no lo hacen —me responde.
El truco, me confiesa, es ir a primera hora de la mañana. A eso de las ocho, que es cuando llega la secretaria. Lo importante es que el número que te den no pase de los diez primeros. Así te aseguras que, al menos, te verá antes de la pausa de mediodía. Y ármate de paciencia, insiste, no hay más remedio que esperar. Nunca sabes con certeza a qué hora entrarás. Entre otras cosas porque el doctor empieza a trabajar, cada día, a una hora distinta. Pueden ser las nueve. Las nueve y media. Las diez. Las diez y media. Depende.
—¿De qué depende? —y al decirlo me viene a la cabeza la canción de Jarabe de Palo. ¡Estoy fatal! —De todo y de nada. Quizás tenga que llevar a los niños al cole, o hacer algún recado antes, o simplemente es viernes y prefiere pasar primero por la mezquita. Puede ser cualquier cosa. —Vaya…
Como me ve poco convencida y bastante desesperada, me comenta que hay otra opción. Un pediatra que da hora. Esto es música para mis oídos. No es la bomba, se disculpa, pero al menos te da cita y la consulta es bastante potable. Pero prepárate, me advierte, que no es muy simpático y te despacha rapidito.
Suerte que mis peques no suelen ponerse muy enfermos. Sólo lo típico. Resfriados. Diarreas. Voy poco al médico y, aún así, ya hemos tenido nuestros encontronazos.A veces, salgo de allí cabreadísima y me digo a mí misma que no voy a volver. Pero siempre acabo en el mismo sitio. Porque solo de pensar que me den un numerito me entran todos los males. Así que, como dice mi padre, cuando me toca ir, respiro. Cuento hasta diez. Respiro un poco más. Y apechugo. Como han hecho las madres desde que el mundo es mundo y los hijos son hijos.