El verdadero lector construye casi tanto como el autor, Marcel Schwob

Publicado el 26 marzo 2014 por Kim Nguyen

El más alto placer del lector, como el del escritor, es un placer de hipócrita. Cuando era niño me encerraba en el desván para leer un viaje al polo Norte comiendo un pedazo de pan seco humedecido en un vaso de agua. Probablemente había almorzado bien. Pero me parecía mejor participar de la miseria de mis héroes.
El verdadero lector construye casi tanto como el autor: sólo que construye entre líneas. Aquel que no sabe leer en el blanco de las páginas no será jamás un buen gourmet de libros. La vista de las palabras como el sonido de las notas en una sinfonía produce una procesión de imágenes que lo llevan con ella…
Veo la gran mesa mal escuadrada en la que come Robinson. ¿Come cabrito o arroz? Espere… vamos a ver. ¡Hombre! Se hizo un plato redondo en tierra roja. He ahí el loro que grita: enseguida le darán un poco de trigo nuevo. Iremos a robar en el montón de reserva, bajo el cobertizo. El ron que Robinson bebía cuando estaba enfermo se encontraba en una gran botella negra acanalada. Las palabras “fowling piece” (pieza de ave de corral), que yo no comprendía bien, me provocaban las fantasías más extraordinarias sobre el fusil de Robinson. (Durante mucho tiempo creí que los “icoglans estúpidos” de los Orientales eran una especie de camaleones. Incluso ahora fuerzo mi fantasía para disuadirla de que son sólo gendarmes.)
¿Cómo estaba hecha la lámpara de Aladino? Según creo, un poco como las lámparas de aceite de nuestra sala de estudios. Por eso me intrigaba cómo hacía Aladino para vaciarla. El lugar en el que había que frotarla con arena fina –las palabras no están en ninguna parte del texto, pero no puedo disociarlas y es aún con arena fina que la mujer de Barbazul intenta borrar la mancha de sangre en la llave– se encontraba en alguna parte de la protuberancia del vientre de metal. Ahora sé que la lámpara de Aladino era una lámpara de cobre, con pico, toda redonda y abierta, como las lámparas griegas y árabes; pero ya no la “veo”.
Volvamos a la llave de Barbazul. Aquello que me agradaba era que estaba “encantada”, cosa que me intrigaba prodigiosamente. No comprendía nada. Pero pensaba en ello con frecuencia. ¡Lástima! Es un error de impresión que se volvió tradicional. En la antigua edición (muy rara) se lee que la llave estaba “fée” –fata–, encantada, que había sido hechizada. Está muy claro, sólo que ya no puedo soñar con ella.
El zapato de cristal de Cenicienta –cuán precioso me parecía ese cristal, translúcido, delicadamente moldeado, a la manera de los pequeños candeleros de Venecia con los cuales habíamos jugado–, ese zapato es de tela, de petigrís. Ya no lo “veo” más.
Me imaginaba con una gran precisión las aceitunas verdes y lustrosas, espolvoreadas con oro en las vasijas de Camaralzaman; la pared un poco destruida, veteada de hiedra, gris de musgo, cubierta de sol, al pie de la cual el príncipe trabajaba en lo del jardinero; la tienda de Brededdin Hassan, convertido en repostero, la espina atascada en la garganta del pequeño jorobado; el gran libro envenenado con sus páginas pegadas una con otra y la cabeza de Durban soldada a la cobertura de cuero marrón del libro por la sangre coagulada, como un resto de vela sobre cebo enfriado… Queridas, queridas imágenes, amo tanto volver a ver sus colores cuando las encuentro bajo la rúbrica nel libro della mia memoria.

Marcel Schwob
Robinson, Barbazul y Aladino

Il libro della mia memoria, 1905

Ilustración de Robinson Crusoe de Daniel Defoe 
Gaetano Nobile, Nápoles, 1842